sábado, 3 de marzo de 2012

La lucidez del abuelo

Mi abuelo se llama Paco y tiene 93 años. Ha vivido intensamente, tanto como tres hijos y la cotidianidad de los días pueden hacer la vida. Densa de sedimentar recuerdos y grávida hoy, casi preñada de la experiencia que enriquece y hace que mirar atrás sea sobrecogerse por la historia. El vértigo sobreviene al  contemplar los acontecimientos que mi abuelo ha visto a lo largo del siglo pasado…

Hace unos meses, mi abuelo se rompió el fémur y la inmovilidad se sumó a la larga lista de achaques que hoy amenazan a cada instante con quitarle el control de su mente. Cuando estamos con él, hay veces que no nos conoce o que no se sitúa en la casa donde ha pasado los últimos cuarenta años. No obstante, el otro día mi padre me contaba los ratos de lucidez y cómo se emocionaba al ser consciente del deterioro físico. Esa lucidez me despierta un respeto y un silencio interior especiales, porque desde la tristeza de mi abuelo yo contemplo la vida que brilla en los ojos inexpresivos y que encuentran, aunque no buscan, la mirada de mi abuela, sentada en frente.

Cuando caminaba mi abuela podía guiarle y servirle de apoyo. ¡Curioso bastón que siempre estuvo ahí y ahora tomaba forma visible y evidente! A pesar de sus ictus y de su equilibrio torpe, mi abuela agarraba las manos trémulas de mi abuelo y se lo llevaba, inestables los dos, casa adentro, como han hecho siempre y entonces más que nunca. Y yo los miraba alejarse, maravillándome del milagro que hace el amor y la opción, cómo los años generan vida, y cómo aun dándose tienen cada vez más. Cómo mi abuela, que hoy trata a su marido con la ternura de los niños, ha crecido y hecho crecer en una familia humilde, de manera silenciosa, siendo apoyo de tantos.

Ahora mi hermano y mis primos les vamos a ver de tanto en tanto, nos sentamos en el salón, donde empiezan a aparecer bártulos sanitarios, a donde asoman la cabeza las personas que ayudan en su cuidado, un pequeño ejército familiar. Ellos han estado siempre en esa casa, a donde nosotros volvemos, pero de donde quizá no nos fuimos nunca. Porque es el inicio de nuestra historia.

Yo charlo con mi abuela de lo que pasa en la tele, de la vecina, de quién ha llamado y de qué han comido hoy. Mi abuelo interviene poco, pero su figura nos sigue de cerca. Y medito internamente la riqueza de una vida compartida y entregada, a lo largo de sus 90 años, de esa mujer, la madre de mi padre, que hoy sigue viviendo en familia, brindándose y sirviendo como cuando tenía 50. Contemplo los años en sus arrugas (¡menos de las que cabría esperar!) y me sorprendo al descubrir que siempre fue como es ahora: disponible y auténtica. Un verdadero pan partido, su vida, que se nos derrama entre las manos, a puñados, abundante y gratuito. Mi abuela, me olvidaba, se llama Sacramento.


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