Hace unos meses, mi abuelo se rompió el fémur y la inmovilidad se sumó a la larga lista de achaques que hoy amenazan a cada instante con quitarle el control de su mente. Cuando estamos con él, hay veces que no nos conoce o que no se sitúa en la casa donde ha pasado los últimos cuarenta años. No obstante, el otro día mi padre me contaba los ratos de lucidez y cómo se emocionaba al ser consciente del deterioro físico. Esa lucidez me despierta un respeto y un silencio interior especiales, porque desde la tristeza de mi abuelo yo contemplo la vida que brilla en los ojos inexpresivos y que encuentran, aunque no buscan, la mirada de mi abuela, sentada en frente.
Cuando caminaba mi abuela podía guiarle y servirle de apoyo. ¡Curioso bastón que siempre estuvo ahí y ahora tomaba forma visible y evidente! A pesar de sus ictus y de su equilibrio torpe, mi abuela agarraba las manos trémulas de mi abuelo y se lo llevaba, inestables los dos, casa adentro, como han hecho siempre y entonces más que nunca. Y yo los miraba alejarse, maravillándome del milagro que hace el amor y la opción, cómo los años generan vida, y cómo aun dándose tienen cada vez más. Cómo mi abuela, que hoy trata a su marido con la ternura de los niños, ha crecido y hecho crecer en una familia humilde, de manera silenciosa, siendo apoyo de tantos.
Ahora mi hermano y mis primos les vamos a ver de tanto en tanto, nos sentamos en el salón, donde empiezan a aparecer bártulos sanitarios, a donde asoman la cabeza las personas que ayudan en su cuidado, un pequeño ejército familiar. Ellos han estado siempre en esa casa, a donde nosotros volvemos, pero de donde quizá no nos fuimos nunca. Porque es el inicio de nuestra historia.

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