Decía Gómez de la Serna que la primera radiografía de nuestra vida nos la hacen en la escuela, concretamente el niño que se sienta en el pupitre de detrás. La niñez nos configura desde detalles nimios que, poco a poco, he ido descubriendo importantes. La patria de los sabores, los olores, las sensaciones y las emociones surge tantas veces en el juego de los primeros años.
Y creciendo, casi de
manera inconsciente, de lo que tenemos en la trastienda sentimental aflora el
sentido de las cosas. Por ejemplo, la particular banda sonora de mi vida
archivaba canciones que escuchaba en el asiento trasero del coche familiar
durante los viajes, largos y cortos, que mi hermano y yo disfrutábamos con mis
padres. La música sonaba y yo la iba guardando sin saber muy bien su
significado. Incluso recuerdo cómo mi hermano preguntaba qué contaba cada
canción, porque de niños se nos hacía difícil entender el significado de las
letras. Así me descubro hoy tarareando melodías que forman parte de mí, y que
empezaron a serlo en las noches largas de vuelta a casa en el R21, exóticamente beige.
Una de esas canciones era
el Solo le pido a Dios, cantada por Ana Belén. Y la
estrofa que da título a esta entrada viene bailando en cabeza con insistencia
prodigiosa, casi temerosa de que me olvide que ya es una de mis obsesiones.
Otro día hablaba de la
importancia de compartir la alegría, hoy me quedo con la misma idea en clave
negativa. Compartimos mensajes sociales que nos invitan a huir de lo incómodo,
a ocultar la muerte, a evitar el dolor, en definitiva. El propio, pero sobre
todo, el ajeno. A no acompañarlo desde dentro, a esconder esa conexión íntima
que pugna por salir a flote entre dos personas: la compasión en el sentido más
horizontal del término. En la línea más solidaria posible.
Yo me identifico con esa
pulsión social de evitar el dolor, de inhabilitar esa vía que nos comunica y
que, en el fondo, nos hace sufrir cuando compartimos el mal del otro. Me rebelo
internamente y vuelvo a ser aquel chaval que, con pocos años, en las noches de
fiesta, a mis amigos les decía que no tenía motivos para estar triste. Ceguera
blanca que me protege de un mundo en el que la gente, mi gente, llora.
El tiempo, como en la
canción de Serrat, me llevó por caminos en los que me encontré con el dolor.
Hoy mi mente se puebla de nombres que ya no están, o de nombres que querrían
una vida distinta, porque tanto es su dolor. Recuerdo la habitación caliente de
mi amigo Pedro, pocas semanas antes de partir al Padre, y su charla cansada y
su figura delgada y débil. Recuerdo mi silencio –no podía hacer otra cosa- ante
su llanto, inerme. Y recuerdo la pregunta incontestable: ¿qué hacer cuando no
se puede hacer nada? Estar.
Que no me sea indiferente.
Que no mire hacia otro lado. Sufrir con los que sufren, llorar con los que
lloran. Es el desafío constante de ser lo más humano posible, y cada día más
humano. Por eso, cuando llega, repito con fuerza obstinada en mi corazón
aquello de “Padre: serenidad, fortaleza, consuelo”. Como las jaculatorias que
rezaba mi abuela, ésta hecha a mi medida, porque sé que son las claves del
acompañar que quiero.
Que no, que no me sea
indiferente. Si no tengo palabras, al menos silencio y escucha. Si no tengo
solución, al menos soporte y apoyo. Seguro que hay muchos que lo harán mejor. Pero
cada vez que me veo en otra habitación caliente, como la de Pedro, siento que
soy el único que puede acompañar en ese instante. Luego quizá vendrán otros,
pero en ese preciso momento, el reto de estar solo es mío. Puede que por eso la
vida sea irrepetible.
"El hermano Pedro, el mismo, me da a mí hoy "serenidad, fortaleza y consuelo", será la comunión de los santos¡¡¡
ResponderEliminar