Mi
huerto duerme durante el verano en un saludable barbecho que me acarrea las críticas
de algunos, puesto que el pedazo de tierra lleno de acelgas y cebollas en los
meses lluviosos, hoy no es más que un terrario seco con abrojos y restos de
siega. Es el descanso estival que también desea la tierra, y el dueño.
No
siembro en verano porque donde vivo ando rodeado de grandes hortelanos y
agricultores que trabajan el regadío y que, muy a menudo, nos traen muestras
vivas de que su labor no es en balde. Este año van ya tres cajas de tomates,
otros tantos melones, judías, calabacines, berenjenas y alguna sandía. Y como
uno hace lo que puede, y lo que puede no es mucho, los tomates de mi vecino
triplican en peso y número los que pude plantar yo hace tres veranos, que no
pasaban de cherry, cuando en realidad eran de pera.
El caso
es que esta tranquila pedanía de Olivenza en la que pasamos los días y las
horas viendo atardecer está muy cerca de Portugal, es por eso que algunos
llaman a la zona La Raya, como en efecto está dibujada a estilete de artista la
separación entre los países al paso lento del Guadiana. Y en esta Raya serena,
ayer, inauguramos la tercera caja de tomates que mi vecino bautiza como muchamiel,
una variedad que selecciona él mismo año tras año.
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray…
Es el fragmento conocidísimo de la magdalena de Proust, el renacer
del pensamiento y del recuerdo sentido al sabor antiguo de la infancia, de los
pasos rutinarios que, una vez abandonado el terreno seguro de la niñez, quedan
ocultos tras la espesa niebla de la memoria; también seguros en la verdadera
patria de juegos y sueños.
Hoy traigo y comparto esa sensación de vuelta a casa cuando
un sabor y un olor nos habitan. Los tomates de mi vecino, grandes, amorfos y de
un rojo heterogéneo, al abrirse derramaban generosos el recuerdo de mi abuelo
en el campo. En un huerto casi de mentira, él se quitaba la espina de no
haber cultivado antes tomates, calabacines, berenjenas y sandías, por ser el
hermano dedicado a la cocina de entre siete que sí labraron la tierra. No me
hace falta cerrar los ojos para ver sus manos grandes cortando el tomate por la
mitad, con la navaja de siempre, y ofreciéndome un tajo con sal gorda.
Caliente, colorado y acuoso, la piel crujía y yo me llenaba la cara del jugo
ácido, como si no hubiera golosina más rica que la cogida de la tierra, entre
matojos verdes llenos de minúsculos bichitos.
Hoy mi abuelo casi no nos conoce y pasa mucho tiempo
dormido. Sin embargo, yo creo que sigue alegrándose cuando le llevo tomates de
mi vecino, y le cuento que son de una variedad especial, que hay que comerlos
pronto porque se pasan. Se los pongo en la mano y él los tienta, y me dice,
entendido, que son buenos. Que son como los que él plantaba.
Ojalá sepa cultivar un buen huerto donde mi hijo Pablo recuerde, al olor de los ajos, una infancia construida de abuelos. Como la mía.