Siempre me ha gustado la divulgación
científica. Ha habido momentos en los que me he acercado a obras que, a pesar
de entenderlas a medias, me sugerían bellas imágenes aderezadas de alguna
fórmula o quizá de metáforas difíciles de comprender.
Es el caso de La Historia del Tiempo, de Stephen Hawking.
No recuerdo bien en qué parte exactamente el
autor hablaba del continuo espacio-temporal que se pliega sobre sí mismo, como
el fuelle de un acordeón, de manera que atravesar la onda supone viajar en el
tiempo. Experimentar esa especie de elipsis propia de películas futuristas, los flash-forward, posee un atractivo similar
al que encuentro al descubrir el sentido de las cosas. A veces, momentos pasados penetran la flecha del tiempo y vienen a encontrar sus gemelos en el presente. En medio, nosotros, absortos, contemplamos el espectáculo de la vida.
Comía con Angelines, mi compañera, y con
Pablo, mi hijo, en un bar de Jerte hace algunas semanas. El camarero, un señor
que rondaba los sesenta, jugaba en los ratos libres con su nieto, un niño de unos
dos años. Ni él ni yo nos resistimos a comentar el momento y la coincidencia de
los críos, Pablo en su capazo y el niño mayor con las manos cogidas a las de su abuelo. En medio de los juegos, con su nieto correteando entre las piernas y
las mesas, me decía sonriente “No te pierdas nada”. Pocas frases me han repetido tantas veces últimamente como ésta.
En ese instante, atravesando el pliegue de
Hawking, vino a mi memoria una expresión casi idéntica en otra boca, la de un
profesor que tuve en la Universidad. Él, en un momento de confidencia, me decía
que no quería dejar nada por hablar ni por compartir con su padre, ya mayor, porque
en cualquier momento podría ser tarde. Un par de años después moriría, espero
que dejando el tintero vacío de charlas, miradas, silencios y caricias con su hijo.
No perderse nada, apresar lo que sucede con
avaricia, sujetar la realidad antes de que se escape entre los dedos. Parece
propio del tiempo que vivimos ese afán por atesorar y capturar el presente,
saboreando cada instante y sabiendo que, por irrepetible, merece ser anclado al
corazón. Aprehender la vida que nos traspasa, que nos urge fecundamente a
compartir y a celebrar con otros cada pequeño instante. Del camarero al
profesor, de la universidad a los bares, las personas llegamos a las mismas
conclusiones. Agarrar lo que importa, descubrir que lo imprescindible solo se
alcanza con la mirada atenta, despiertos a media noche.
Y sorprendentemente, descubro actitudes que
favorecen ese mirar y que nada tienen que ver con poseer o con el control de lo que
sucede. La vida alcanza su pleno sabor cuando entendemos su gratuidad y su
sencillez.
Ser en la vida romero,
romero solo que cruza siempre por caminos nuevos.
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo.
Ser en la vida romero, romero..., solo romero.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez solo y ligero,
ligero, siempre ligero.León Felipe
Aprehender lo que no se apolilla, lo que luce
y brilla con el tiempo, aquello de lo que nunca reniego. Aprehender lo que nadie
nos puede quitar, los momentos que quedaron grabados en nosotros y de los que
recordamos hasta los detalles más nimios… seguro que todos tenemos una buena colección…
¡ojalá no nos perdamos ninguno!
Magnífico¡¡¡¡¡ La vida¡¡¡¡
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