sábado, 6 de octubre de 2012

Que el dolor no me sea indiferente



Decía Gómez de la Serna que la primera radiografía de nuestra vida nos la hacen en la escuela, concretamente el niño que se sienta en el pupitre de detrás. La niñez nos configura desde detalles nimios que, poco a poco, he ido descubriendo importantes. La patria de los sabores, los olores, las sensaciones y las emociones surge tantas veces en el juego de los primeros años.

Y creciendo, casi de manera inconsciente, de lo que tenemos en la trastienda sentimental aflora el sentido de las cosas. Por ejemplo, la particular banda sonora de mi vida archivaba canciones que escuchaba en el asiento trasero del coche familiar durante los viajes, largos y cortos, que mi hermano y yo disfrutábamos con mis padres. La música sonaba y yo la iba guardando sin saber muy bien su significado. Incluso recuerdo cómo mi hermano preguntaba qué contaba cada canción, porque de niños se nos hacía difícil entender el significado de las letras. Así me descubro hoy tarareando melodías que forman parte de mí, y que empezaron a serlo en las noches largas de vuelta a casa en el R21, exóticamente beige.

Una de esas canciones era el Solo le pido a Dios, cantada por Ana Belén. Y la estrofa que da título a esta entrada viene bailando en cabeza con insistencia prodigiosa, casi temerosa de que me olvide que ya es una de mis obsesiones.

Otro día hablaba de la importancia de compartir la alegría, hoy me quedo con la misma idea en clave negativa. Compartimos mensajes sociales que nos invitan a huir de lo incómodo, a ocultar la muerte, a evitar el dolor, en definitiva. El propio, pero sobre todo, el ajeno. A no acompañarlo desde dentro, a esconder esa conexión íntima que pugna por salir a flote entre dos personas: la compasión en el sentido más horizontal del término. En la línea más solidaria posible.

Yo me identifico con esa pulsión social de evitar el dolor, de inhabilitar esa vía que nos comunica y que, en el fondo, nos hace sufrir cuando compartimos el mal del otro. Me rebelo internamente y vuelvo a ser aquel chaval que, con pocos años, en las noches de fiesta, a mis amigos les decía que no tenía motivos para estar triste. Ceguera blanca que me protege de un mundo en el que la gente, mi gente, llora.

El tiempo, como en la canción de Serrat, me llevó por caminos en los que me encontré con el dolor. Hoy mi mente se puebla de nombres que ya no están, o de nombres que querrían una vida distinta, porque tanto es su dolor. Recuerdo la habitación caliente de mi amigo Pedro, pocas semanas antes de partir al Padre, y su charla cansada y su figura delgada y débil. Recuerdo mi silencio –no podía hacer otra cosa- ante su llanto, inerme. Y recuerdo la pregunta incontestable: ¿qué hacer cuando no se puede hacer nada? Estar.

Que no me sea indiferente. Que no mire hacia otro lado. Sufrir con los que sufren, llorar con los que lloran. Es el desafío constante de ser lo más humano posible, y cada día más humano. Por eso, cuando llega, repito con fuerza obstinada en mi corazón aquello de “Padre: serenidad, fortaleza, consuelo”. Como las jaculatorias que rezaba mi abuela, ésta hecha a mi medida, porque sé que son las claves del acompañar que quiero.

Que no, que no me sea indiferente. Si no tengo palabras, al menos silencio y escucha. Si no tengo solución, al menos soporte y apoyo. Seguro que hay muchos que lo harán mejor. Pero cada vez que me veo en otra habitación caliente, como la de Pedro, siento que soy el único que puede acompañar en ese instante. Luego quizá vendrán otros, pero en ese preciso momento, el reto de estar solo es mío. Puede que por eso la vida sea irrepetible.

1 comentario:

  1. "El hermano Pedro, el mismo, me da a mí hoy "serenidad, fortaleza y consuelo", será la comunión de los santos¡¡¡

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