sábado, 28 de abril de 2012

Defender la alegría


Siempre que leo el texto de Benedetti me envuelve el rumor sincero de que este hombre era un profeta. Los versos corren dibujando un lienzo increíble, audaz y bello, que llena los ojos de sueños compartidos y que me conecta con lo que muchos otros ya han pensado y vivido: que estamos llamados a ser constructores de anhelos y transmisores de esperanza.

Vivimos tiempos donde el terrorismo se experimenta en los pasillos, en las palabras y en las miradas que solo persiguen hacer caer los motivos por los que las personas se levantan cada día. El discurso cainita que desactiva la ilusión con la facilidad de quien no tiene nada que perder, porque su deseo es que los demás pierdan.

Ante lo fácil del desconsuelo, tengo la intuición de que lo verdaderamente humano es transmitir que todo puede ser, que en momentos de precariedad y de suelos inestables, y de tristezas y desconciertos, lo único que nos hace hombres y mujeres de bien es llevar y transmitir la alegría como principio, destino y bandera. La alegría de Benedetti, que se hace fuerte al luchar por lo viable, que acompaña y que se desenvuelve como derecho de las gentes. Quizá esta alegría no sea más que el puntal firme y decidido de que otro mundo es posible, porque lo posible es cierto.

Puede que la alegría sea más camino que meta, lo que hace  que merezca la pena la lucha y el desvelo tan solo por acariciar la utopía con las yemas de los dedos antes de que se esfume, como siempre, obligándonos a caminar detrás de ella.

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