Resulta sorprendente encontrar, a lo largo de la historia, pensamientos y creencias que tocan directamente el centro de la persona y de las personas. Hay en nuestro bagaje cultural, en la tradición y en lo que se nos transmite, un poso de verdad auténtica, que se redescubre en la vida, pero que se transmite y está latente en la cultura. Lo que afecta al ser humano, en su interioridad y en su espíritu y trascendencia, suele pasar desapercibido en el día a día, pero en ciertos momentos vitales resplandece como si nunca nadie hubiera podido esconderlo. Si no nos damos prisa, en esos instantes fugaces retorna a su espacio oculto y se nos escapa.
Dentro de mis particulares obsesiones está una que quiero compartir hoy: la máxima de ser-con-otros; el envío y el catalizador de lo humano en los demás. La certeza de que estamos llamados a ser en relación con, la seguridad de que son los vínculos con los que nos rodean los que nos hacen verdaderamente humanos. Llevo tiempo dándole vueltas a esa idea, que para mí es verdad porque la veo a cada rato, y encuentro un adecuado eco en el texto de San Pablo que da título a esta entrada: alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran (Rm. 12, 15).
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También es relevante ver cómo se ha definido la envidia, que éste sí sigue siendo pecado capital, como la tristeza por el bien ajeno. De nuevo, es ese vivir a contratiempo de los otros, volver la espalda a los sentimientos de los demás, lo que nos lleva al aislamiento, al pecado y a la muerte como personas.
Y, contra esto, la empatía. Y el acompañar. La apuesta por multiplicar las dichas y dividir las penas asumiendo que el sendero que transitamos tiene grandeza y belleza por hacerlo con otros, por hacer a otros más agradable el camino. La felicidad que se genera cuando se comparte, que se contagia cuando rebosa.
Por eso siempre me pareció más fácil el llorar con los que lloran, por aquello de la compasión; y me sorprendió el mensaje de gozar con los que ríen. Me parecía menos urgente. Sin embargo, es tanto o más importante que el primero. Porque de sintonizar con los sentimientos de la gente depende nuestra humanidad.
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