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Curiosamente, esta dependencia de la opinión
externa puede ser fuente de sufrimiento, porque uno no puede controlar los
pensamientos de otros; pero también creo que ha sido el origen de un concepto
importante en la historia humana: el honor o la reputación de cada cual. Digo
curiosamente porque no sé por qué creo que, cuando se habla de esto, ya no
estamos en la pueril búsqueda de la aprobación de los demás, sino en algo más
profundo. Me da la sensación de que, como decía Pedro Crespo, alcalde de
Zalamea en la obra de Calderón, “el honor
es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios”.
Entronca el honor con algo interno e intenso
de cada uno, con la raíz de la consideración que cada cual tiene de sí mismo,
una especie de respeto privado y particular. Y me llama poderosamente la
atención que el buen nombre sea también sinónimo de honor y de honra, porque el
nombre es lo que nos nombra, lo que
nos identifica, nos hace únicos y nos diferencia de los otros, dándonos valor y
dignidad. De ahí que haya innombrables y renombrados, según estemos en un extremo
u otro de lo ético.
Decía Riso que somos seres de luz, y que la
vida nos echa encima capas de lodo que hay que retirar, con infinita paciencia,
para recuperar la luz. También el retrato de Gray se cubría de pústulas y
llagas conforme el protagonista se degradaba moralmente. Hoy parece que poco o
nada importa lo que nos nombra. Las maniobras de cotidiana mezquindad, las
pequeñas miserias de los iguales y las corruptelas de andar por casa pueblan
nuestros espacios diarios, y no son ciegas a los ojos de los otros. Los nombres
de muchos quedan marcados por acciones poco honorables: trampas, chanchullos y
trapicheos que se aceptan sin cuestionamientos, pero sobre los que todos
sabemos que no se ajustan ni al derecho ni a la ética, por escaso que sea su
alcance y ridícula su influencia.
Todo cae sobre nuestro nombre, como minúscula
ceniza que colapsa nuestra luz. Y muchas veces pienso si no merece la pena
aceptar lo importante, gratuito y libre de la vida como lumbre permanente que
haga innecesarias esas impurezas. La plenitud, sobre lo corrupto, de un alma
que solo es de Dios.
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