miércoles, 10 de abril de 2013

Quien se pica...


Me parece muy sugerente la moda ésta de los escraches. La popularización de este tipo de protestas pacíficas, basadas en el señalamiento público de personas y personajes vinculados a la política, ha tenido en España un crecimiento explosivo en las últimas semanas. Más allá de las valoraciones sobre la justeza (que no justicia) de estas actuaciones, o de si se adaptan en su medida a la causa por la que se realizan, me parecen, digo, muy sugerentes por cuanto tienen de base antropológica y de gobernanza ciudadana. Y me explico.

Hace un tiempo estudiaba yo en la Antropología Cultural los órdenes de estructuración de las diferentes formas de sociedad primitiva, desde la unidad básica familiar hasta las tribus y los linajes, pasando por clanes y urbes. Es un viaje apasionante ir viendo cómo las personas han ido orquestando modos de organizarse que, progresivamente, les hacen perder libertad pero les garantizan seguridad. Y, en la raíz de toda estructura, el reconocimiento y la admiración de líderes, autoridad otorgada por la masa base, que se somete a plebiscito diario y que se retira en cuanto la cabeza organizativa (jefe de tribu, big man o rey) deja de ser acreedor de tal confianza. Por ejemplo, los estudios sobre la organización social cierta población africana, hechos en el tercer cuarto del siglo pasado, ponían de manifiesto que el tributo debido al jefe de poblado (una parte importante de las cosechas o el ganado) tenía legitimidad siempre y cuando el personaje en cuestión devolviese parte de las ganancias al pueblo, en forma de banquete o de celebración compartida. Si la avaricia del jefe crecía demasiado, el pueblo podía retirarle su apoyo y eliminarle del plano público de la manera que considerasen más oportuna, no siempre pacífica. Es lo que se llamaría codiciar por encima de sus posibilidades.

La autoridad de las fuerzas gobernantes descansaba siempre en una emoción personal, el sentimiento de la vergüenza. Tener vergüenza significaba, en el campo de la antropología, ser consciente de la reprobación pública; no tenerla es ser inmune a la crítica de los demás. Y, por tanto, la vergüenza es vital para mantener el orden en una sociedad, porque es un mecanismo autónomo de contención propia: no hacemos lo que nos da vergüenza que se sepa.

El escrache, tal y como lo entiendo, es una manifestación pública a favor de recuperar la vergüenza de los actos. Cuando la población señala a alguien, pone a la vista de todos acciones socialmente reprobables en el contexto en que se mueven los escrachadores: un deshaucio, una absolución judicial dudosa, etc. Por supuesto que esta técnica tiene sus limitaciones y sus desaciertos, pero en el fondo no es más que un alegato para que los que son responsables de la dirección de la sociedad (económica, cultural, política…) tengan la vergüenza presente.

La cita atribuida a Julio Anguita es muy elocuente en este sentido:
Cuando una sociedad se escandaliza más por acontecimientos como los escraches que por el creciente número de deshaucios de familias con recursos menguantse y por la caída silenciosa de miles de personas por debajo del umbral de la pobreza, es porque algo se pudre en el seno de esta cultura. 
 To scratch es un vocablo inglés que significa “rascar”. Se suele asociar a to itch, que equivale a “picar”. Por eso, quizás ahora tenga mucho sentido el refrán español de “quien se pica, ajos come”.

domingo, 31 de marzo de 2013

Certezas de Getsemaní



Los espacios de la Semana Santa son evocadores de la vida humana. No se trata de encontrar vínculos forzosos entre lo celebrativo y lo diario, entre lo religioso y lo humano a pie de calle; más bien creo que lo que se nos propone es descubrir que lo extraordinario acontece en lo mundano, que el Evangelio es verdad porque la vida es vida a cada rato. 

A veces la coincidencia es luminosa y alegre, como hacerse cargo de esa perla preciosa que sucede como regalo en lo ordinario: 

El Reino de Dios se parece a un vendedor de perlas que descubre una de gran valor y, lleno de alegría, vende todo para comprarla.

 Otras, esa luz se aprecia por contraste, y aprendemos desde la tristeza y el dolor. Esa es la estampa de Getsemaní, el huerto de los olivos, escenario de la última oración de Jesús al Padre antes de su Pasión.

Salió y se dirigió según costumbre al monte de los Olivos y le siguieron los discípulos.  Al llegar al lugar (…) se apartó de ellos como a un tiro de piedra, se arrodilló y oraba (…)

Con permiso de la Pascua recién estrenada, en ese espacio de desierto y de negación de lo bueno y lo bello de la vida, creo que Dios se manifiesta a modo de certezas que toman forma sencilla, más allá de palabras que pueden dar razón, pero que siempre se quedan cortas cuando de lo que se trata es de descubrir el Getsemaní en carne propia.

Me ha costado mucho escribir esta entrada, y en cierto modo, he dejado correr un tiempo prudencial antes de poner algo de orden a los sentimientos. El día catorce de marzo recibimos el alta hospitalaria con mi hijo Pablo, después de mes y medio ingresados, en un periplo sanitario que no estuvo falto de inquietudes, de momentos de tormenta e inseguridad:

De pronto se levantó tal tempestad en el lago que las olas cubrían la embarcación, mientras tanto, él dormía. Los discípulos se acercaron y lo despertaron diciendo: -¡Señor, sálvanos, que nos hundimos!

En la habitación en penumbra, con mi hijo en brazos, dormido y ajeno a la preocupación, afloraban ideas recurrentes que, forjadas y templadas en lo hondo del espíritu, recogían el destilado de una certeza clarividente y única, sólida, anclada al fondo del corazón y recién descubierta:

Me cambiaría por ti
No importa el alcance, ni las circunstancias anejas. No importa lo que soy, o lo que tengo, o lo que eres o lo que tienes. Mirándote dormido, en la textura amarilla de la noche donde nada es seguro y todo es incierto, sé que me cambiaría por ti, que tomaría tu lugar para liberarte y para liberarnos. Mi historia tiene más que ver contigo desde tus pocos meses que con el resto de mi vida, llena de años que hoy parecen vacíos. Por eso, me cambiaría por ti.

Aunque nos separásemos ahora, habría merecido la pena
Aunque el dolor fuera inmenso por la pérdida, angustia de la ausencia, también sé que nada ha merecido más la pena que compartir contigo este tiempo. Que no cambio ningún segundo a tu lado por evitar el trauma, que estoy dispuesto, ahora y en cualquier momento, a afrontar lo que tenga que venir, porque tu vida ha sido gracia para mí, y tu encuentro ha sido el que ha dado sentido al camino y al tiempo. Por sangrante que fuera el final, habría merecido la pena.

Salir del hospital juntos los tres puede ser la victoria de la vida, el triunfo y el premio. Sin duda, así lo vivimos hace ahora quince días.

Pero hoy, sentado ante la página en blanco, después de meditarlo mucho, me doy cuenta de que el verdadero éxito ha sido descubrir esos otros rostros de amor, esas expresiones silenciosas de un sentimiento que cada día presenta nuevos matices. Redescubrir la opción trascendental por el otro, aun a pesar de lo sombrío del escenario, y saborear en lo amargo que nada es vano y que todo encaja si lo miramos a través del cristal del amor, posiblemente sea el verdadero milagro que ha tomado forma, casi sin darme cuenta, durante este trago. 

Hoy son certezas preñadas de sentido pascual y de resurrección, que sé me acompañarán siempre.

 

domingo, 17 de marzo de 2013

Mi credo


Febrero ha venido con una de esas olas de realidad que te empuja, te envuelve y te hace difícil el buceo. A veces, solo nos queda capear el temporal y deslizarnos de la forma más indolora posible, conscientes de que todo pasa, y buscando en lo escondido lo mejor en lo peor.

La vida, llena de matices, se empeña en enseñarnos lo bueno y lo malo, la plenitud y el vacío, la felicidad y la tristeza, a golpe de contrastes secos que solo nosotros podemos modular.

Resuena la letra de Serrat.

La vida y la muerte
bordada en la boca

Acabamos de venir de un mes y medio de hospitalización con mi hijo Pablo. Felizmente, todo ha acabado bien. En el proceso hemos despedido a mi abuela Sacra, que partió hacia el encuentro definitivo con el Padre, donde todo es Encuentro. El 27 de febrero, a las cuatro de la tarde, en la Iglesia de la Santísima Trinidad, leí estas palabras en la asamblea de creyentes que nos acompañaban en el dolor y en la esperanza.



Creo, Señor, en la Vida Terrena. Creo en la vida antes de la muerte. Y por eso, hoy, celebramos la vida en abundancia de Sacra. Celebramos cada uno de sus 92 años cumplidos bajo la clave del servicio, la sencillez, la ternura y la plenitud de su alma. Celebramos su vida en lo oculto, llena de vida, como hija, madre, abuela. Como compañera y esposa. Como cristiana.
La vida de Sacra es testimonio de la gloria de Dios. Y por eso estamos tristes por la ausencia, pero estamos agradecidos de una vida que ha sido Gracia.
Creo, Señor, en la Vida Eterna. Creo que Sacra vive en el más bello rincón del corazón del Padre, en la estancia que Él preparó para ella mucho antes de ser concebida. En Amor del que es Amor.
Y desde ahí, Sacra ya no muere jamás. Avanzó por delante de nosotros y creemos, con la certeza de la fe, que nos cuida, nos contempla y acompaña, especialmente en los momentos más difíciles.
Creo, Señor, en la VIDA.

lunes, 28 de enero de 2013

Belén y Antonia



Mi casa está en una de las esquinas del pueblo. Cuando la compramos, la puerta de entrada estaba en una de las calles. Tras la reforma, la cartera tuvo dudas acerca de la dirección exacta a la que debía llegar el correo, porque se situaba en un ángulo ambiguo que podía dar lugar a equívocos. Fruto de esta ambigüedad, de cuando en cuando, sobre todo en las ocasiones en que la cartera habitual no reparte y viene alguien a sustituirla, aparecen en nuestro buzón revistas, facturas o tarjetas que no están a nuestro nombre. La última ha sido la publicación del Sindicato de Enfermería de Extremadura, que va dirigido a Belén, la vecina, una vecina que cursa sus estudios sanitarios en la Universidad.

Conozco a Belén desde que el año pasado, antes de confirmarse, estuve en su Grupo de Parroquia un par de veces, hablando de la Revisión de Vida. Analizamos un hecho sencillo y cotidiano, y al término de la reunión, la chica se me mostraba sorprendida y quizá ilusionada por este modo de entender las cosas, que entra en lo profundo de la existencia para descubrir las huellas de Dios en nuestras historias. A partir de entonces, nos saludamos por nuestro nombre cuando nos vemos en la calle, y yo le pregunto por los estudios y ella me pregunta por Pablo, nuestro hijo.

También hoy me ha llegado al buzón, esta vez virtual, la narración de la experiencia de Antonia, una médico internista que compartió conmigo Grupo en la Juventud Estudiante Católica (JEC) y con la que descubrí muchas cosas de la militancia cristiana por un mundo más justo y más acorde a los sueños del Padre. Antonia me contaba en su e-mail retazos de su vivencia en Rwanda como médico cooperante en una corta estancia durante el verano pasado. Y decía frases llenas de intensidad, donde la vida brotaba a borbotones violentos. Unas veces con indignación:


Que igual que no concibo cuánto gana Messi, tampoco concebía la magnitud de pobreza con la que puede vivirse hasta que no me encontré con una familia que tras una colecta no llegaba al euro para pagar una endoscopia. 

Otras con rabia:


Que la cooperación se cierra, al menos en el hospital donde yo estuve, y les va a ser muy difícil autogestionarse.

Y siempre con la densidad de quien se enfanga en lo real y verdadero:

llevé cañas de azúcar en la cabeza, me puse turbante y falda africanos, y hablé en Kinyarwanda

Descubriendo lo que está al fondo, delante, detrás, en medio... la vida:

Que la vida se impone a pesar de todo. Sonreían, se enfadaban, se enamoraban, discutían, trabajaban, bailaban... y eso, amigos, es lo más bonito y revelador que he descubierto nunca...

Cuando empecé a escribir este post pensé titularlo “El valor de educar”, porque cuando leía el correo de Antonia recordaba los años en los que en el grupo de la JEC hablábamos de los Seminarios Solidarios en la Facultad de Medicina, cuando ella nos contaba que se había matriculado en el curso de enfermedades tropicales o cuando, tiempo después, decidía su tema de tesis entre Salud en países en Desarrollo o Patologías asociadas a personas con Síndrome de Down. Recordaba su inquietud constantemente redescubierta por poner su saber al servicio de otros, y especialmente de los más pobres. Recordaba cuando hicimos ruta nocturna en Madrid hablando con transeúntes y sin hogar… Recordaba sus preguntas, sus perplejidades, su entusiasmo, su constante tensión por lo auténtico…

Hoy miro el periódico del Sindicato de Enfermería y pienso en quién le hablará de África, de servir, de necesidad y de sentidoa Belén. Me pregunto qué cauces existen en la Universidad para que la experiencia de Antonia, que empezó calladamente, en lo oculto de un Grupo de la JEC, llegue a traspasar la barrera de lo académico y haga entroncar los estudios y la vida.


 Y pienso todo esto mientras cruzo la calle para devolver el diario a su dueña.

viernes, 11 de enero de 2013

Kilómetros a la espalda

Cada vez que tengo que cambiar el aceite al coche me acuerdo de mi abuelo Paco. Y encuentro un gusto especial, un tipo de satisfacción sencilla, al ver que el cuentakilómetros del seat Ibiza gira y gira, engrosando una cifra que cada vez está más lejos de aquellos 65.000 con los que lo compré. Mi abuelo, decía, se alegró cuando aprobé el carnet de conducir. Tenía yo los dieciocho, no recién cumplidos, en el verano de segundo de carrera. Cuando llegué a su casa en el pequeño Peugeot de mi padre (con mi padre de copiloto), después de haber estudiado la ruta por delante y por detrás, casi como si se tratase de una etapa del Paris-Dakar, mi abuelo me felicitó por la hazaña. La del examen y el carnet, y la de llegar desde mi casa a la suya, con más de once caladas en poco más de diez minutos de trayecto. Me felicitó y me soltó uno de esos consejos que, en su simplicidad, permanecen en la trastienda del corazón, cerca y útil, porque recurro a él y lo medito con cierta frecuencia. Me dijo: “Ahora, a echarse kilómetros a la espalda”.

En efecto, han pasado ya doce años de aquello, y mi mochila guarda bastantes kilómetros, que a veces me pesan y a veces no. Cambiar el aceite al coche supone que he superado otra pequeña posta, que los caminos andados ya no pueden desandarse, y me alegro internamente de que esos ya no me los quita nadie.

El día siete de enero celebramos con mi abuelo el 92 cumpleaños de su mujer. La familia en torno a la tarta de chocolate (a ella le gusta la crema, pero por prudencia médica mi padre prescindió del San Marcos), las velas y el canto. Al otro lado del Tablet, su hijo y sus nietos. Y en el corazón de todo, todos. En ese instante, volví a pensar en los kilómetros de mi coche, en el consejo de mi abuelo y en el momento denso que vivíamos, celebrando en fiesta otra posta que se supera. Celebrando juntos, cuatro generaciones, la felicidad de compartir camino, conscientes de que tenemos un tesoro en vasijas de barro, luminoso y frágil.

Citaba Amèlie  Poulain entre sus cosas favoritas quebrar el azúcar flambeado que adorna ciertos postres cremosos. A mí me gusta romper esa pátina dura de la realidad y enfangarme en la crema de su sustancia, saborear lo profundo de los momentos, en silencio y despacio. Porque cada día tiene su sentido último, y descubrirlo es hacerse cargo de lo que sucede.



Mi abuela ha cumplido 92 años. Esos y la alegría de cada tiempo, ni a ella ni a mí, nos los puede quitar nadie.