lunes, 5 de agosto de 2013

El traje de bodas



Los días previos al enlace fueron especialmente ajetreados y estresantes, como corresponde a un evento de este calibre. Tanto Ange como yo queríamos algo diferente y auténtico, cuidar de modo especial no los detalles pequeños, que tanto gustan de marcar exclusividades, sino el propio concepto celebrativo. Celebrar en lo verdadero, en lo que tiene que ver con la alegría interna y el gozo que no se agota en comidas, vestidos o canciones pasajeras.

 Fue todo un reto descubrir lo que merecía la pena celebrar, resistirse y negociar permanentemente con lo establecido, incluir a todos preservando el deseo hondo de la fiesta más genuina…

En esas estábamos cuando mi madre y yo fuimos a comprar mi traje de bodas. Yo le tenía dicho que no dijera que era el novio, porque lo que quería era algo que me sirviera para otras ocasiones, no esos atuendos, para mi gusto estrafalarios, que más tienen que ver con presentadores de galas navideñas que con la elegancia de quien, desde la normalidad, celebra la vida.

En esas estábamos, decía, cuando mi madre capeaba al vendedor de la mejor manera posible, explicando que “queremos un traje bueno”, “algo especial” y eufemismos similares. Al final, cuando el dependiente, extrañado, acariciaba el traje que nos estaba enseñando y comentaba:
-    Señora, este traje es un buen artículo.

Mi madre no pudo más y soltó “Mire usted, mi hijo no quiere decir que es el novio, pero es el novio. Así que queremos un traje bueno”. Para entonces ya había decidido yo que  nos quedábamos con el que estaba encima del mostrador. De lo que no me libré fue de una camisa y un chaleco que costaron más que el conjunto entero chaqueta-pantalón, porque el modisto ya había descubierto el pastel. Cosas que pasan.
 
Mi traje, como digo, era normal. Ni corto ni largo, ni estrecho ni ancho, ni muy oscuro ni rayado. Normal. Sencillo. Y me gustaba mucho. Entre otras cosas porque podía contar la anécdota del vendedor y de mi madre.

Lo usé por primera vez hace cinco años. Desde entonces, me lo he puesto una docena de veces. Y tan contento.

Hace unas semanas volví a desenfundarlo para la boda de una amiga. Me alegra sobremanera comprobar que me sigue estando bien, un poco más prieto el pantalón, pero nada alarmante. Cuando lo puse encima de la cama y abrí el plástico de la tintorería, para mi pesar confirmé que aquel no era mi traje. Me invadió un sentimiento de pérdida y de cierta rabia, porque sin duda la tintorería me había dado el cambiazo. Mi traje, el símbolo de mi libertad frente a los presupuestos de una boda convencional, el espacio conquistado de normalidad en el que me sentía protagonista de cómo celebrar una fiesta, se había perdido en alguna cadena compleja de limpieza en seco. En su lugar tenía otro, con su historia particular, ajeno y anónimo para mí.

Perder este fetiche de mi boda suponía tristeza por lo simbólico del objeto, por el cariño de la historia. Y la comparativa inmediata: ¿qué habría pasado si en lugar de ser mi traje de bodas hubiera sido el vestido de novia de Angelines? Sin duda era enfrentarse al apego a lo material, aunque lo material estuviera embebido de emociones.

Dos semanas de búsqueda infructuosa en tintorerías propias y extrañas, de contar el relato y de ver cómo las empleadas (eran siempre mujeres) de los establecimientos ponían caras raras y juraban y perjuraban que eso no podía ser, que no se cambiaban prendas así como así.  Y siempre, de fondo, el rumor de no afectarse, de que solo es un traje, aunque era el mío.

Al final, hace un par de días, apareció en un armario de casa de mis padres. El periplo es incognoscible, pero me queda, además de la alegría de la dracma recobrada, la actualización del Evangelio en aquello que dice: acumulad más bien tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre destruyen ni hay ladrones que socaven NI TINTORERÍAS QUE PIERDAN. 

 

1 comentario:

  1. Esta tarde serena de Agosto - con el aire acondicionado como novedad y frescura- me sirve para adentrarme contemplativo en los últimos post de tu blog que no había digerido todavía. Y me encuentro con el "traje", qué bueno tener anécdotas de este orden que nos sirven en varias dimensiones como tú cuentas. Yo tengo una parecida, cuando me ordené sacerdote las cosas no iban bien en casa a nivel económico, además mis ideas iban también por el orden de cuanto menos mejor, al hilo del evangelio. Eso hizo que yo desistiera de comprar traje para la ocasión. Tenía pantalón gris y chaqueta azul que había utilizado para el rito del diaconado y me parecía más que suficiente. Al hacer los ejercicios espirituales previos al sacramento, una noche en el descanso hablábamos de esas cosas triviales de los trajes, yo comenté lo que iba a hacer, y sí dije que mi madre lo vivía mal porque ella estaba empeñada en que me lo comprara - no dije nada de lo económico, pero ella estaba dispuesta a comprarlo e ir pagando poco a poco- . Al día siguiente, el sacerdote que nos acompañaba en los ejercicios, me pidió que fuera con él a hacer unos encargos en el pueblo - Constantina (Sevilla)- y se adentró en una sastrería conocida para él y me pidió que le ayudara a escoger una tela que fuera bonita para él. Después de mostrarle mi inutilidad para esas cosas, no lo había hecho nunca, le pidió al sastre que me tomara medidas - lo pasé fatal- pero a los cuatro días tenía traje a la medida para mi ordenación. Mi madre decía que Dios le había escuchado a ella, sufría con mi decisión. Hace unos meses hice limpieza en el piso, porque nos decidimos pintarlo, y tuve que decidir sobre cosas que llevaban años en el armario y que ya sólo tenían pasado, nada de presente y menos de futuro, el traje entró en el cupo y fue arrojado a la gehenna, y la polilla ya había hecho algo de su trabajo específico. También me sirvió para recordar el texto evangélico de los tesoros inagotables, y lo del tesoro y el corazón... lo que no eché en el saco fue su sacramentalidad: la generosidad, sorpresa, originalidad,alegría...

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