viernes, 26 de julio de 2013

Padre en el nombre del Padre



A pesar de que uno ha leído cosas, a menudo demasiado de algunas y demasiado poco de la mayoría, son contadas las veces que me descubro en medio de sensaciones que enganchan de lleno con ciertas certezas que están en la recámara cerebral de mi historia.

Por ejemplo, los asuntos del corazón y de la mirada larga. Las preguntas últimas que resuenan con fuerza en algunos momentos de la vida, y que el resto del tiempo reverberan con cadencia sutil, un mensaje de presencia y de ausencia. Esas preguntas que no se van por mucho que buceemos en la normalidad del nunca pasa nada o aceptemos resignados los designios más o menos caprichosos de una condición mortal y pasajera como la nuestra. La muerte es siempre quien actualiza, a ratos largos o cortos, nuestra melodía interna de búsqueda de sentido.

De la muerte nos habla casi todo el mundo. Los medios que la narran fuera de la historia, espectacular y extraña, poniéndola a toda página al tiempo que, de una forma casi paradójica, la ocultan en su dimensión trascendente y cercana. También nos hablan las historias cotidianas, los cuentos de debilidad, fragilidad y acabamiento, a menudo sin la hondura que nos consolaría y pocas veces acertando las palabras justas. Por eso, yo me quedo con los escasos momentos en que los curas atinan con dardos certeros al corazón de las personas para dibujar, si no una respuesta imposible, sí al menos un dibujo de esperanza que llega entre lágrimas. La esperanza del que cree que la muerte no tiene la última palabra y, según dice la plegaria, tiene el gesto y la palabra oportuna ante quien se siente solo.

En efecto, la muerte nos habla de lo absoluto, y en términos de fe, ese absoluto es Dios.

Y por eso digo que cuando los curas nos hablan de Dios, también en esos momentos de dificultad, y nos tratan de mostrar el rostro humano del Padre, siempre tratan de transmitirnos esa idea tan difícil y tan compleja, pero a la vez tan sensata y sencilla (raro, ¿no?) de que Dios es amor.

Acabo de dormir, como muchas noches, a Pablo en mis brazos. Antes he jugado con él, hemos bailado y hemos reído. En la quietud de la casa, con el sol cayendo en el horizonte, la risa de Pablo es un limpio estruendo blanco que llena de sentido el tiempo. Mientras le mezo y él se relaja y cierra los ojos, con el mantra de la canción de cuna pienso en esas cosas que uno, a menudo demasiado poco, ha leído, y que saltan de la trastienda al escaparate sin previo aviso.

Siento una certeza herética de que no es sensato que los curas, que nos hablan de Dios cuando la gente pide respuestas, y nos dicen que Dios es amor, no puedan dormir a sus hijos como yo lo hago en ese preciso instante. Siento esa verdad interna, anclada en lo profundo, segura, a la que puedo recurrir mil veces y mil veces con la lengua trabada me veré inútil para explicarla, de que hoy yo sé hablar del Padre mejor que hace un año y un mes. Hoy entiendo mejor el amor del Padre y me siento más hijo, y sé también, como solo se puede saber lo que se experimenta desde lo hondo, que qué alegría más inmensa saberse querido tal y como dice el Evangelio. Porque si el Padre me quiere como yo quiero a Pablo, ¡cómo no hablar de Dios con palabras de amor!

Luego dirán que nuestro amor humano es reflejo del de Dios. Que amamos porque Alguien nos amó primero. Que el amor del Padre es inconmensurable, infinito, ilimitado… Llenaron miles de libros hablando del Dios Amor. De esos libros he leído demasiado poco. Pero la noche, la nana y Pablo me bastan.



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