lunes, 27 de agosto de 2012

Proust en La Raya



Mi huerto duerme durante el verano en un saludable barbecho que me acarrea las críticas de algunos, puesto que el pedazo de tierra lleno de acelgas y cebollas en los meses lluviosos, hoy no es más que un terrario seco con abrojos y restos de siega. Es el descanso estival que también desea la tierra, y el dueño.

No siembro en verano porque donde vivo ando rodeado de grandes hortelanos y agricultores que trabajan el regadío y que, muy a menudo, nos traen muestras vivas de que su labor no es en balde. Este año van ya tres cajas de tomates, otros tantos melones, judías, calabacines, berenjenas y alguna sandía. Y como uno hace lo que puede, y lo que puede no es mucho, los tomates de mi vecino triplican en peso y número los que pude plantar yo hace tres veranos, que no pasaban de cherry, cuando en realidad eran de pera.

El caso es que esta tranquila pedanía de Olivenza en la que pasamos los días y las horas viendo atardecer está muy cerca de Portugal, es por eso que algunos llaman a la zona La Raya, como en efecto está dibujada a estilete de artista la separación entre los países al paso lento del Guadiana. Y en esta Raya serena, ayer, inauguramos la tercera caja de tomates que mi vecino bautiza como muchamiel, una variedad que selecciona él mismo año tras año.

Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tila, los domingos por la mañana en Combray…

Es el fragmento conocidísimo de la magdalena de Proust, el renacer del pensamiento y del recuerdo sentido al sabor antiguo de la infancia, de los pasos rutinarios que, una vez abandonado el terreno seguro de la niñez, quedan ocultos tras la espesa niebla de la memoria; también seguros en la verdadera patria de juegos y sueños.

Hoy traigo y comparto esa sensación de vuelta a casa cuando un sabor y un olor nos habitan. Los tomates de mi vecino, grandes, amorfos y de un rojo heterogéneo, al abrirse derramaban generosos el recuerdo de mi abuelo en el campo. En un huerto casi de mentira, él se quitaba la espina de no haber cultivado antes tomates, calabacines, berenjenas y sandías, por ser el hermano dedicado a la cocina de entre siete que sí labraron la tierra. No me hace falta cerrar los ojos para ver sus manos grandes cortando el tomate por la mitad, con la navaja de siempre, y ofreciéndome un tajo con sal gorda. Caliente, colorado y acuoso, la piel crujía y yo me llenaba la cara del jugo ácido, como si no hubiera golosina más rica que la cogida de la tierra, entre matojos verdes llenos de minúsculos bichitos.

Hoy mi abuelo casi no nos conoce y pasa mucho tiempo dormido. Sin embargo, yo creo que sigue alegrándose cuando le llevo tomates de mi vecino, y le cuento que son de una variedad especial, que hay que comerlos pronto porque se pasan. Se los pongo en la mano y él los tienta, y me dice, entendido, que son buenos. Que son como los que él plantaba.


Ojalá sepa cultivar un buen huerto donde mi hijo Pablo recuerde, al olor de los ajos, una infancia construida de abuelos. Como la mía.

3 comentarios:

  1. Y es que los tomates cambian...

    http://www.youtube.com/watch?v=OLWE3aiJ2FI

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  2. Buenísimo¡¡¡¡ para arrodillarse ante la vida y la realidad y coger fuerzas para el futuro¡¡¡ Las verdaderas fuentes, hay que desbrozar las veredas porque siguen estando ahí, no hay duda¡¡¡

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  3. Qué razón , Jesús. Una infancia sin abuelos es una infancia coja. Y más ahora, que los niños crecen despegados del campo, de la tierra buena, y no conocen la serenidad de los atardeceres y la vitalidad de los juegos entre los juncos. Yo vivo en el campo desde los 12 años, pero envidio a mi hermana que se ha criado aquí, con las manos llenas de barro y la alegría de la vida en la cara.

    Ahora en mi casa se comen mauricios, y todo lo que sale del huerto que mi novio cultiva en mi casa, yo pongo la tierra y él la mano de obra. :)

    ¡Un beso desde Tres Arroyos!
    Marta

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