Mirar
la vida con profundidad y contemplación es una de las dimensiones de la
trascendencia humana que más me fascinan. He hablado con muchos de esa
necesidad de algo más que tenemos todos, he discutido y debatido, y defendido
que el ser trascendente del hombre no es algo que se restrinja a la religión,
la fe o la mística; antes bien, las expresiones religiosas y creyentes de las
personas lo son porque responden a esa necesidad intrínseca de las gentes, de
ir más allá de lo que se ve, de lo que somos hoy. La trascendencia es el ámbito
de lo posible, de la esperanza, del proyecto, de la visión, de la historia; de
todos los órdenes de la vida y de la realidad que superan lo inmediato.
Hay
autores que han reflejado con genial lucidez, con palabras sencillas, este
absoluto. Quizá los dos que prefiero son Unamuno y Russell. El primero, vasco
universal, desde el agnosticismo inconformista, buscador y caminante. El
segundo, matemático, militante de mundos nuevos y buenos. De éste recojo el
final de su obrita "La conquista de la felicidad":
Un hombre feliz es aquel que no sufre por
fallos de unidad. Un hombre así se siente ciudadano del mundo y goza libremente
del espectáculo que le ofrece y de las alegrías que le brinda, sin miedo a la
idea de la muerte porque en realidad no se siente separado de los que vendrán
detrás de él. En esta unión profunda e instintiva con la corriente de la vida
es donde se encuentra la mayor dicha.
El
viernes 29 de junio, en el día de su santo, nació nuestro hijo Pablo. Su sueño
tranquilo, al lado de nuestra cama, me confirma estas palabras. Al mirarlo en
la noche, en el sosiego silencioso, las verdades y sentencias que me han
repetido desde niño cobran nueva realidad desde esa dimensión transcendente que
descubro a cada paso.
Ahora
entiendo la dedicación y el consuelo del oficio de cuidar, de estar atento. La
vocación humilde pero honda de servir desde lo sencillo. Comprendo la entrega
de los padres, de los míos particularmente, que desde el sentido último de
gratuidad infinita se miden por su amor a los hijos. Cuidar como modo de
expresar ese amor desde lo que se es, pero con la mirada en todo lo que ha de
venir y en la historia de lo que acontece.
Ahora
vivo la consciencia de lo absolutamente otro, de lo que estando fuera, no
siendo lo que es uno, se siente como propio, y más aún. Pablo me expresa el
interrogante: ¿cómo querer más allá de las fronteras de mi ser? ¿cómo amar como
a mí mismo?
Ahora,
la compasión con y en los otros toma nuevos rostros, y solo basta hacer la
pregunta oportuna ante el sufrimiento ajeno: ¿y si fuera Pablo?
En
algún sitio escuché que los hijos son lo único que hace que tenga sentido el
paso del tiempo. Hoy lo confirmo, pero lo amplío. La vida avanza con esperanza
y decisión en un camino que solo marca los hitos hacia adelante. Es cierto que
el único sentido es al frente, pero lo que nos salva del absurdo es el amor por
y con otros y el trabajo de ese amor. Solo en la quietud profunda y
contemplativa de lo que sucede, desde la óptica del amor universal, puedo
entender que merezca la pena gastar la vida en lugar de conservarla.
Vuelven
a revestirse de verdad luminosa las ideas que se expresan, constante e
incesantemente, a lo largo de la historia. Amor gratuito, incondicional,
trascendente, universal, compartido… son las balsas que nos salvan en el río que
nos lleva.
Qué alegria:
ResponderEliminarhttp://blogs.21rs.es/losada/2012/07/15/el-brinco-el-hijo-y-el-celibato/
Qué reflexión tan auténtica y profunda, quizá deberíamos hacer ejercicios de contemplación regularmente y reamar.
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