viernes, 15 de junio de 2012

La mesa sin bordes


 Me encanta ser científico. Es una vocación que descubrí cuando era muy pequeño: la perplejidad ante la naturaleza, la capacidad de sorpresa, la mirada atenta a los cambios y el sentimiento de oculto testigo de lo que acontece. Luego vino la belleza de las letras, el encanto de los cuentos y lo hermoso de la poesía. Pero era siempre, aunque no lo percibiese de manera clara, la expresión profunda de que la vida contenía un tipo de música que, a veces, resonaba en los corazones por medio de instrumentos increíbles: versos y palabras, certezas y preguntas…

Puede que uno de los aspectos que más me han reafirmado en mi opción por la ciencia sea el descubrimiento nada fortuito de la conexión que existe entre lo visible y medible y lo sugerente de las mal llamadas humanidades (como si lo otro ni fuera arte ni fuera humano). Porque las dos esferas del saber humano se interconectan por cuestiones que superan ampliamente lo que una y otras comprenden. Ya queda lejos aquel primer curso en que el profesor hablaba desde la tarima y se preguntaba qué es el espacio.
  – El espacio –decía- era para Newton una caja sin paredes, una especie de mesa sin bordes. En ese mismo momento supe que no me había equivocado de carrera. Si Newton definía el espacio de ese modo tan metafísico, no estaba lejos de San Agustín en su famosa duda sobre el tiempo “¿Qué es el tiempo? Si no me lo preguntan, sé lo que es. Si me lo preguntan, no puedo contestar”. Uno y otro, separados por cientos de años, en polos aparentemente opuestos de la historia del pensamiento humano, responden de manera sospechosa e inquietantemente análoga a estas dos preguntas.

El tiempo y el espacio, dicen los que saben de esto, son dos de nuestros existenciarios. Son categorías en las que nos movemos y somos, fuera de ellas no existimos, y solo podemos vivir y percibir desde ellas.

Cuando pienso en la caja sin paredes de Newton lo único que me imagino es la ancha superficie del infinito, extendiéndose ilimitadamente, a un lado y a otro de la mirada. Perdido en medio del cartón ocre (cada uno imagina como puede), la idea que me queda es la de amplitud. Y algo así me sucede con el tiempo: la única verdad es que avanza, que siempre hay más tiempo, que nunca llega el abrupto final en que todo colapse.

Hace unos años hice un viaje en autobús desde Madrid a Palencia. El trayecto no es muy largo, y la compañía de transportes había destinado algunos de sus viejos coches para cubrirlo, ya que la incomodidad del camino se compensaba con tarifas razonablemente bajas. Yo ya me había sentado en mi sitio cuando un señor mayor se me puso al lado y me pidió permiso para ocupar el asiento de la ventanilla. En su esfuerzo por pasar en la estrechez de las filas de butacas, prietas entre ellas como cuando no se conocía el mal de la clase turista, ese anciano expresó con naturalidad una de esas frases lapidarias que atesoro: “¡Con lo grande que es el mundo que tengamos que estar aquí apretados!”. En su momento me hizo mucha gracia, y la he repetido en muchas ocasiones. Pero hoy valoro su verdadera trascendencia.

El mundo es grande, es cierto. El espacio infinito de la mesa sin bordes de Newton no se acaba así como así. ¿Por qué entonces nos empeñamos en vivir en espacios tan minúsculos? Nos encerramos en espacios personales que nos dan seguridad, pero que en el fondo nos aíslan de los otros; subsistimos con esperanzas raquíticas, con sueños de corto plazo, o tan lejanos que se escapan de nuestra mirada y se esfuman como niebla en la mañana. Aprendemos a movernos en el inmediato conocido, cercado cercano, como si lo mejor sucediese en este estrecho círculo que vamos dibujando en el suelo de nuestras vidas, que con el paso de los años cada vez presenta surcos más profundos y barreras más altas.

Vivimos en los tiempos sesgados, castrados de posibilidad. Como si nuestras decisiones, más que definirnos en el contraste de lo que somos, delimitasen y recortasen lo que se puede pensar. 

Y no es así, porque siempre queda tiempo para reconstruir lo roto, para rehabilitar lo dañado, para reinventar la realidad en la que nos movemos.

El tiempo sin límites, el espacio largo y ancho, la certeza de que nada se acaba, de que todo se puede rehacer y de que se puede nacer de nuevo a cada instante, esa idea es la que vibraba detrás de las palabras del viejo de Palencia. Hacer del existenciario nuestra posibilidad y nuestro reto, más que nuestra cárcel, esa es la esperanza que transmiten los conceptos de Agustín y de Newton. Y ese es el nexo entre la ciencia y la palabra, la unión que da sentido al saber humano. Conocer para responder a la vida, desde la vida, para asumir que el tiempo se renueva a cada instante y que el espacio, aunque no queramos, surge con fuerza a cada paso que damos.

Las segundas oportunidades son propias de los humanos.

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