viernes, 22 de junio de 2012

La importancia del buen nombre


Dicen que las personas crecemos también en lo que toca al comportamiento, a la madurez con otros y a nuestros conceptos del bien y del mal. Dicen que debemos acometer un desarrollo ético, un aprender constante que nos lleva, si así es el caso, a ser mejores. Un tal Kohlberg lo secuenció en tres niveles y seis estadios, pero de eso ya hablaré otro día. Lo que me importa es que en esas etapas aparece una, muy importante, que es la que nace en medio de la adolescencia y tiene que ver con lo que los otros piensan de mí. Es lo que llaman “expectativas interpersonales”.

Curiosamente, esta dependencia de la opinión externa puede ser fuente de sufrimiento, porque uno no puede controlar los pensamientos de otros; pero también creo que ha sido el origen de un concepto importante en la historia humana: el honor o la reputación de cada cual. Digo curiosamente porque no sé por qué creo que, cuando se habla de esto, ya no estamos en la pueril búsqueda de la aprobación de los demás, sino en algo más profundo. Me da la sensación de que, como decía Pedro Crespo, alcalde de Zalamea en la obra de Calderón, “el honor es patrimonio del alma, y el alma solo es de Dios”.

Entronca el honor con algo interno e intenso de cada uno, con la raíz de la consideración que cada cual tiene de sí mismo, una especie de respeto privado y particular. Y me llama poderosamente la atención que el buen nombre sea también sinónimo de honor y de honra, porque el nombre es lo que nos nombra, lo que nos identifica, nos hace únicos y nos diferencia de los otros, dándonos valor y dignidad. De ahí que haya innombrables y renombrados, según estemos en un extremo u otro de lo ético.

Decía Riso que somos seres de luz, y que la vida nos echa encima capas de lodo que hay que retirar, con infinita paciencia, para recuperar la luz. También el retrato de Gray se cubría de pústulas y llagas conforme el protagonista se degradaba moralmente. Hoy parece que poco o nada importa lo que nos nombra. Las maniobras de cotidiana mezquindad, las pequeñas miserias de los iguales y las corruptelas de andar por casa pueblan nuestros espacios diarios, y no son ciegas a los ojos de los otros. Los nombres de muchos quedan marcados por acciones poco honorables: trampas, chanchullos y trapicheos que se aceptan sin cuestionamientos, pero sobre los que todos sabemos que no se ajustan ni al derecho ni a la ética, por escaso que sea su alcance y ridícula su influencia.

 Todo cae sobre nuestro nombre, como minúscula ceniza que colapsa nuestra luz. Y muchas veces pienso si no merece la pena aceptar lo importante, gratuito y libre de la vida como lumbre permanente que haga innecesarias esas impurezas. La plenitud, sobre lo corrupto, de un alma que solo es de Dios.

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