Cada
vez que tengo que cambiar el aceite al coche me acuerdo de mi abuelo Paco. Y
encuentro un gusto especial, un tipo de satisfacción sencilla, al ver que el
cuentakilómetros del seat Ibiza gira y gira, engrosando una cifra que cada vez
está más lejos de aquellos 65.000 con los que lo compré. Mi abuelo, decía, se
alegró cuando aprobé el carnet de conducir. Tenía yo los dieciocho, no recién
cumplidos, en el verano de segundo de carrera. Cuando llegué a su casa en el
pequeño Peugeot de mi padre (con mi padre de copiloto), después de haber
estudiado la ruta por delante y por detrás, casi como si se tratase de una
etapa del Paris-Dakar, mi abuelo me felicitó por la hazaña. La del examen y el
carnet, y la de llegar desde mi casa a la suya, con más de once caladas en poco
más de diez minutos de trayecto. Me felicitó y me soltó uno de esos consejos
que, en su simplicidad, permanecen en la trastienda del corazón, cerca y útil,
porque recurro a él y lo medito con cierta frecuencia. Me dijo: “Ahora, a
echarse kilómetros a la espalda”.
En
efecto, han pasado ya doce años de aquello, y mi mochila guarda bastantes
kilómetros, que a veces me pesan y a veces no. Cambiar el aceite al coche
supone que he superado otra pequeña posta, que los caminos andados ya no pueden
desandarse, y me alegro internamente de que esos ya no me los quita nadie.
El día
siete de enero celebramos con mi abuelo el 92 cumpleaños de su mujer. La
familia en torno a la tarta de chocolate (a ella le gusta la crema, pero por
prudencia médica mi padre prescindió del San Marcos), las velas y el canto. Al
otro lado del Tablet, su hijo y sus nietos. Y en el corazón de todo, todos. En
ese instante, volví a pensar en los kilómetros de mi coche, en el consejo de mi
abuelo y en el momento denso que vivíamos, celebrando en fiesta otra posta que
se supera. Celebrando juntos, cuatro generaciones, la felicidad de compartir
camino, conscientes de que tenemos un tesoro en vasijas de barro, luminoso y
frágil.
Citaba
Amèlie Poulain entre sus cosas favoritas
quebrar el azúcar flambeado que adorna ciertos postres cremosos. A mí me gusta
romper esa pátina dura de la realidad y enfangarme en la crema de su sustancia,
saborear lo profundo de los momentos, en silencio y despacio. Porque cada día
tiene su sentido último, y descubrirlo es hacerse cargo de lo que sucede.
Mi
abuela ha cumplido 92 años. Esos y la alegría de cada tiempo, ni a ella ni a
mí, nos los puede quitar nadie.
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