Mi casa está en una de las esquinas del
pueblo. Cuando la compramos, la puerta de entrada estaba en una de las calles.
Tras la reforma, la cartera tuvo dudas acerca de la dirección exacta a la que
debía llegar el correo, porque se situaba en un ángulo ambiguo que podía dar
lugar a equívocos. Fruto de esta ambigüedad, de cuando en cuando, sobre todo
en las ocasiones en que la cartera habitual no reparte y viene alguien a sustituirla, aparecen
en nuestro buzón revistas, facturas o tarjetas que no están a nuestro nombre.
La última ha sido la publicación del Sindicato de Enfermería de Extremadura,
que va dirigido a Belén, la vecina, una vecina que cursa sus estudios sanitarios en la
Universidad.
Conozco a Belén desde que el año pasado,
antes de confirmarse, estuve en su Grupo de Parroquia un par de veces, hablando
de la Revisión de Vida. Analizamos un hecho sencillo y cotidiano, y al término
de la reunión, la chica se me mostraba sorprendida y quizá ilusionada por este
modo de entender las cosas, que entra en lo profundo de la existencia para
descubrir las huellas de Dios en nuestras historias. A partir de entonces, nos
saludamos por nuestro nombre cuando nos vemos en la calle, y yo le pregunto por
los estudios y ella me pregunta por Pablo, nuestro hijo.
También hoy me ha llegado al buzón, esta vez
virtual, la narración de la experiencia de Antonia, una médico internista que
compartió conmigo Grupo en la Juventud Estudiante Católica (JEC) y con la que
descubrí muchas cosas de la militancia cristiana por un mundo más justo y más
acorde a los sueños del Padre. Antonia me contaba en su e-mail retazos de su
vivencia en Rwanda como médico cooperante en una corta estancia durante el
verano pasado. Y decía frases llenas de intensidad, donde la vida brotaba a
borbotones violentos. Unas veces con indignación:
Que igual que no concibo cuánto gana Messi, tampoco concebía la magnitud de pobreza con la que puede vivirse hasta que no me encontré con una familia que tras una colecta no llegaba al euro para pagar una endoscopia.
Otras con rabia:
Que la cooperación se cierra, al menos en el hospital donde yo estuve, y les va a ser muy difícil autogestionarse.
Y siempre con la densidad de quien se enfanga
en lo real y verdadero:
llevé cañas de azúcar en la cabeza, me puse turbante y falda africanos, y hablé en Kinyarwanda
Descubriendo lo que está al fondo, delante, detrás, en medio... la vida:
Que la vida se impone a pesar de todo. Sonreían, se enfadaban, se enamoraban, discutían, trabajaban, bailaban... y eso, amigos, es lo más bonito y revelador que he descubierto nunca...
Cuando empecé a escribir este
post pensé titularlo “El valor de educar”,
porque cuando leía el correo de Antonia recordaba los años en los que en el
grupo de la JEC hablábamos de los Seminarios Solidarios en la Facultad de
Medicina, cuando ella nos contaba que se había matriculado en el curso de
enfermedades tropicales o cuando, tiempo después, decidía su tema de tesis entre Salud en países en Desarrollo o Patologías asociadas a personas con Síndrome de Down. Recordaba su inquietud constantemente redescubierta
por poner su saber al servicio de otros, y especialmente de los más pobres.
Recordaba cuando hicimos ruta nocturna en Madrid hablando con transeúntes y sin
hogar… Recordaba sus preguntas, sus perplejidades, su entusiasmo, su constante
tensión por lo auténtico…
Hoy miro el periódico del
Sindicato de Enfermería y pienso en quién le hablará de África, de servir, de necesidad y de sentidoa Belén. Me
pregunto qué cauces existen en la Universidad para que la experiencia de
Antonia, que empezó calladamente, en lo oculto de un Grupo de la JEC, llegue a
traspasar la barrera de lo académico y haga entroncar los estudios y la vida.
Y pienso todo esto mientras cruzo la calle para devolver el diario a su dueña.
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