Mi
abuela murió una tarde de octubre, hace cuatro años. Angelines y yo volvíamos
de nuestra luna de miel, a medio camino una llamada de mi padre me dijo, sin
decírmelo, que la abuela se apagaba del todo. Aguantó hasta que llegué a
Badajoz, la pude ver y tocar, y horas más tarde continuaba su viaje al Padre,
tras noventa y seis años de lucha, casi sesenta al lado de mi abuelo. Mi abuela
murió, como dice Gustavo Gutiérrez, al
final de sus días, concluido su ciclo, arropada en el amor de su familia,
que ejerció el cuidado y la ternura con ella, cuando ya aparentemente no era
nada. Y era mucho, era la clave de bóveda que despertaba en nosotros, sobre
todo en mis padres, los sentimientos más bellos de entrega y servicio.
Celebramos
su vida en una eucaristía sencilla con el marco de la lectura evangélica que
hoy resonará en todas las Misas del Gallo: el relato del nacimiento de Jesús.
Elegimos ese texto porque, a pesar de ser otoño y de faltar más de dos meses
para Navidad, sentíamos que verdaderamente era el misterio de Belén el que se
hacía presente al despedir a mi abuela. Era el mensaje real de debilidad y
pequeñez, pero también de amor y de esperanza compartida y anunciada, el que
daba forma a nuestros sentimientos en esa mañana extraña de entierro.
Hoy
recuerdo ese día con un cariño agridulce y me viene a la cabeza el sentido subversivo
de celebrar lo imperceptible, lo callado y lo oculto, lo misterioso y lo frágil.
Celebrarlo en la profundidad de lo que sucede en cada casa, en cada persona, en
cada proceso. Esa Navidad que tiene poco de excepcional, pero que en su
cotidianidad es extraordinaria, porque esconde lo verdaderamente importante. Y
es misterio porque la razón no alcanza a entender los mecanismos que nos hacen
descubrir la vida y la abundancia en la escasez, la necesidad y la muerte. Será
que son mecanismos del alma.
Cuando
miro a Pablo, mi hijo de seis meses, me es más fácil comprender que servir hace
feliz a las personas, que si él se siente necesitado de nosotros, es motivo de
alegría. Con mi abuela resultaba más complicado, porque hacerse presentes en
ese portal que era su casa, su sillón y su cama, era contracultural.
Hay una
verdad absoluta en el evangelio de esta noche, pero hay que descubrirla en la
vida de cada día. Pablo y Francisca, que así se llamaba mi abuela, son hoy mi
particular Belén sentimental, el espejo en el que interpreto las fiestas para
mirarlas de frente y sin artificios. Pablo y Francisca me muestran una alegría
serena radicada en la esperanza de que la vida tiene sentido navideño porque
anda preñada de debilidad. Esa vida verdadera y abundante que se me confirma
real desde lo real, repetida y disponible con solo aprender a ver.
Estoy
seguro de que ambos, Pablo y Francisca, saben de lo que hablo.
Feliz
Navidad.
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