
Hace
unos días escuchaba en la radio que Madrid se plantea establecer jurados
profesionales para los músicos callejeros. Sí, así de crudo. Si usted quiere
tocar, por poner un ejemplo, la trompeta tibetana al final de la calle Carretas,
habrá un tribunal que le escuchará con atención, tomará notas delicadas y, con
palabras más o menos cuidadas, le informará de si usted vale o no para la
tarea. Todos aquellos músicos de la vida que tengan el beneplácito del
Ayuntamiento podrán seguir en la calle, regalando melodías a los viandantes,
con la esperanza de que su voluntad llene las fundas de saxos, violines y
guitarras. La tarea se convierte así en trabajo, mal remunerado se me antoja.
Trabajo al uso, al fin y al cabo.
Dicen
los que saben del Ayuntamiento que así se cuida la calidad de las notas que
vuelan por la capital de España. Se cuida la variedad, la oferta, la precisión
de la música, y se cuida, por tanto, el bien vivir de los madrileños que pasean
por la Plaza de Callao o por la calle del Arenal. Mis tres años de estancia en
la castiza urbe vienen perlados de escuchas furtivas en esquinas y en
rincones de Madrid. Recuerdo el grupo de cuerda que se emplazaba justo detrás
de El Corte Inglés de Preciados, en la calle del Carmen. Dos violines, una
viola, un chelo y un contrabajo, interpretando grácilmente temas clásicos de
Bach o animosas marchas de jazz, incluso gestionando con habilidad las palmas
de los que les hacían corro. También recuerdo al solitario violinista que
tocaba en las traseras del Palacio Real, en una de las calles que acababan en
la Plaza de Oriente, y cuyos arpegios resonaban casi siempre lánguidos y
tristes, porque casi nunca lo rodeaba nadie. Eso es propio del barullo de
Madrid, concentrado en puntos neurálgicos, huidizo de ciertos lugares de
particular belleza.
Y dicen
también los técnicos de la Villa que así se va a evitar el ruido en Madrid. Que
así, el que toque, lo hará con destreza y brío, y turistas y autóctonos no
tendrán que soportar a los músicos que tomen la calle como espacio de
aprendizaje y práctica, sino tan solo a aquellos que ya se hayan formado en la
Escuela correspondiente y quieran brindarnos a todos su talento.
Ruido. El que
se evita gestionando adecuadamente las virtudes o defectos de quien se atreve a
tocar, a cantar o simplemente a abrir la boca.
Yo
estoy de acuerdo. Me parece una buena medida. Que en el espacio público, no
cualquiera pueda hacer música. Es más, que los que salgan al espacio público
superen las pruebas técnicas suficientes como para garantizar la calidad de sus
intervenciones y evitarnos a todos el ruido. Me parece que el Ayuntamiento de
Madrid ha estado especialmente acertado con esta regulación, y espero que
pronto se extienda en horizontal (a todos los campos de la cosa pública) y en
vertical (a todos los cargos). Que los músicos hagan música, que sepan de
música antes de tocar. Que los médicos sepan de medicina y cumplan sus
estándares de calidad antes de curar a nadie. Que los maestros sepan enseñar y
no llenen de ruido las clases.
Ruido.
El que hace el tambor irlandés en manos inexpertas. El que empaña el espacio
cuando el maestro no sabe la lección.
Ruido.
Que vayan los técnicos del Ayuntamiento para bajar los niveles de ruido a los
sitios donde más hay y más molesto resulta. A la carrera de San Jerónimo. A la Moncloa.
Al palacio de las Telecomunicaciones. Y ya puestos, que no dejen seguir a los
que están rompiendo el aire con su evidente falta de preparación para los
puestos que desempeñan. Porque el ruido habla de nosotros, en las calles de
Madrid y en los foros internacionales. ¿O no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario