domingo, 15 de septiembre de 2013

Ruido




Las noticias siempre han sido para mí un espacio virtualmente fecundo de cosas que decir. Lo que sucede en las calles y en las plazas, lo que campa en los entresijos de la historia cotidiana y que, con mejor o peor fortuna, recogen los periodistas y nos cuentan en los diarios, es un termómetro de cómo está el mundo. Y a veces, la ironía permite leer desde lo sencillo alguna crítica honda, ver más allá de lo que nos relatan, religando nuevas y pensando que, desde lo común, la realidad nos habla de lo extraordinario.

Hace unos días escuchaba en la radio que Madrid se plantea establecer jurados profesionales para los músicos callejeros. Sí, así de crudo. Si usted quiere tocar, por poner un ejemplo, la trompeta tibetana al final de la calle Carretas, habrá un tribunal que le escuchará con atención, tomará notas delicadas y, con palabras más o menos cuidadas, le informará de si usted vale o no para la tarea. Todos aquellos músicos de la vida que tengan el beneplácito del Ayuntamiento podrán seguir en la calle, regalando melodías a los viandantes, con la esperanza de que su voluntad llene las fundas de saxos, violines y guitarras. La tarea se convierte así en trabajo, mal remunerado se me antoja. Trabajo al uso, al fin y al cabo.

Dicen los que saben del Ayuntamiento que así se cuida la calidad de las notas que vuelan por la capital de España. Se cuida la variedad, la oferta, la precisión de la música, y se cuida, por tanto, el bien vivir de los madrileños que pasean por la Plaza de Callao o por la calle del Arenal. Mis tres años de estancia en la castiza urbe vienen perlados de escuchas furtivas en esquinas y en rincones de Madrid. Recuerdo el grupo de cuerda que se emplazaba justo detrás de El Corte Inglés de Preciados, en la calle del Carmen. Dos violines, una viola, un chelo y un contrabajo, interpretando grácilmente temas clásicos de Bach o animosas marchas de jazz, incluso gestionando con habilidad las palmas de los que les hacían corro. También recuerdo al solitario violinista que tocaba en las traseras del Palacio Real, en una de las calles que acababan en la Plaza de Oriente, y cuyos arpegios resonaban casi siempre lánguidos y tristes, porque casi nunca lo rodeaba nadie. Eso es propio del barullo de Madrid, concentrado en puntos neurálgicos, huidizo de ciertos lugares de particular belleza.
 
Y dicen también los técnicos de la Villa que así se va a evitar el ruido en Madrid. Que así, el que toque, lo hará con destreza y brío, y turistas y autóctonos no tendrán que soportar a los músicos que tomen la calle como espacio de aprendizaje y práctica, sino tan solo a aquellos que ya se hayan formado en la Escuela correspondiente y quieran brindarnos a todos su talento.

Ruido. El que se evita gestionando adecuadamente las virtudes o defectos de quien se atreve a tocar, a cantar o simplemente a abrir la boca.

Yo estoy de acuerdo. Me parece una buena medida. Que en el espacio público, no cualquiera pueda hacer música. Es más, que los que salgan al espacio público superen las pruebas técnicas suficientes como para garantizar la calidad de sus intervenciones y evitarnos a todos el ruido. Me parece que el Ayuntamiento de Madrid ha estado especialmente acertado con esta regulación, y espero que pronto se extienda en horizontal (a todos los campos de la cosa pública) y en vertical (a todos los cargos). Que los músicos hagan música, que sepan de música antes de tocar. Que los médicos sepan de medicina y cumplan sus estándares de calidad antes de curar a nadie. Que los maestros sepan enseñar y no llenen de ruido las clases.

Ruido. El que hace el tambor irlandés en manos inexpertas. El que empaña el espacio cuando el maestro no sabe la lección.

Ruido. Que vayan los técnicos del Ayuntamiento para bajar los niveles de ruido a los sitios donde más hay y más molesto resulta. A la carrera de San Jerónimo. A la Moncloa. Al palacio de las Telecomunicaciones. Y ya puestos, que no dejen seguir a los que están rompiendo el aire con su evidente falta de preparación para los puestos que desempeñan. Porque el ruido habla de nosotros, en las calles de Madrid y en los foros internacionales. ¿O no?

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