En el
tono pesimista de los últimos datos del empleo en España, en la repetición
machacona de los seis millones de parados y de que a dónde vamos a parar, en
las palabras vacías de políticos lejanos a la tragedia del desempleo, encuentro
interiormente una llamada a hablar del tema desde una óptica diferente.
Yo
visité la oficina del INEM durante varios meses, y aunque hoy me parece casi
sacrílego compararme con aquellas personas que no encuentran trabajo, sí me
acerca, de alguna manera, a una realidad de la que hablo con cierto
conocimiento de causa.
Las
instalaciones del SEXPE (Servicio Extremeño de Empleo) por las que
necesariamente han de pasar los solicitantes de subsidio abrían hacia las ocho
y media de la mañana. Desde las ocho o antes (nunca llegué tan pronto) la cola
crecía hacia atrás, en un curioso serpentín de personas esperando que bajaba la
escalera interior de la oficina y asomaba, después de dos pisos de vueltas y
revueltas, a la calle mayor de Badajoz. Meandros de paciencia y desazón que conjugaban, como en las danzas macabras de la edad media, jóvenes y adultos maduros, mujeres y hombres, bien vestidos y mal vestidos...Los rostros, variados y diferentes,
dejaban traslucir todos un matiz de pesimismo, de indiferencia o de
resignación.
Yo llegaba, me ponía el último (pocos minutos después, ya ese
puesto corría tres o cuatro personas más allá) y esperaba el turno de sentarme
delante de la mesa del administrativo que nos clasificaba, a modo de triaje laboral. No volví luego, cuando
me contrataron en la universidad, a contarle a aquella persona que había
encontrado trabajo. Posiblemente nadie lo haga. Así, las caras de los
solicitantes siempre están marcadas por un tiempo de espera, que nunca responde
ni a sus posibilidades ni a su condición más íntima de persona.
A pesar de
todo, son más que números.
Cuando
me quedé sin trabajo sentí que se me arrebataba una armadura de dignidad. He
desempeñado diferentes puestos en la Universidad de Extremadura, casi todos con
un bajo sueldo y una nula seguridad laboral. Y sí, he trabajado sin contrato,
cobrando el subsidio, porque entendía que era la única manera de realizar una
vocación profesional que tiene que ver con la docencia y con la investigación.
Cuando me quedé sin trabajo, decía, lo que me invadió fue un sentimiento de
pobreza, de intemperie y de devaluación de mi labor. Sé que no es objetivo,
pero eso era lo peligroso: en la subjetividad de uno y en el contexto de
sociedad de producción y consumo neoliberal, el elemento que no produce (o
cobra) queda estigmatizado. Y no importa que se levante con el sol para patear
calles, enviar solicitudes y presentar su curriculum a infinidad de empresas,
mientras nadie consolide su estatus de productor, la impronta de parado seguirá
en su piel social y en la mirada que sobre él mismo proyecta. Por eso el
trabajo concede dignidad, porque la construcción social y el paradigma vigente
apoyan esta idea.
Y en
éstas estaba pensando cuando saltó la noticia del Campamento Dignidad de
Plasencia. Una de tantas (necesarias) medidas de protesta y de rebelión contra
la coyuntura y contra las políticas que propician el desastre humano. Un
campamento de personas que sueñan un mundo con Renta Básica, ese instrumento
del que se dotarían las sociedades más avanzadas para superar el vínculo
indestructible entre producción económica y dignidad humana. Mientras el dinero
(el poder dentro de una sociedad) siga unido a la productividad, será difícil
romper esa cadena que hace que quien no trabaja vea mermada su dignidad. O
dicho de otra manera, tanto tienes, tanto vales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario