lunes, 12 de noviembre de 2012

Soñar despierto



Estos días la vida tiene una tinción de tristeza, violeta o azul, suave y tenue. Es casi imperceptible, pero el gris de los días otoñales parece más ser expresión de una mirada melancólica que de la lluvia fecunda que nos acompaña. El sábado, en viaje relámpago a Madrid, despedimos a Maricarmen, familia de sangre. El domingo, nos llega la noticia de la muerte de Pepe Alonso, familia de iglesia y de fe.

Cuando acontece el zarpazo de la muerte, hay testimonios que rápidamente me revuelven las tripas, desde lo más hondo. Es algo extraño, son solo palabras que un día, cada vez más lejano, me llegaron como experiencias ajenas. Y, sin embargo, han marcado con una impronta permanente el modo en que tengo de vivir la tristeza de las ausencias.

El primero es la vivencia de Susana. El nombre, por supuesto, es falso. Pero la historia es cierta. Susana llegaba a casa tras el trabajo y el teléfono le suelta, a bocajarro, la noticia del fallecimiento de su novio. Susana pensó, en ese instante, que el dolor sencillamente la mataría, que iba a morirse también. Era seguro, y así lo sintió, el estrangulamiento en la boca del estómago era el signo evidente de que esa llamada la iba a quitar de en medio. Unos minutos después, viendo correr a su sobrino de seis años, pasillo adelante, con los brazos abiertos, supo que no, que no se iba a morir. Lo supo con la certeza luminosa de quien no entiende mucho de lo que pasa, pero pasa. Lo entendió en el corazón roto, quebrado por la pérdida, pero aún hábil para integrar esas señales que no tienen modo de demostrarse, porque tocan no la cabeza, sino el sentimiento. No se moriría.


El segundo mensaje se lo oí directamente a Pepe Alonso en una charla de formación. Él hablaba de lo que le había costado integrar y comprender la resurrección tras la muerte. Y decía, con una lucidez que solo concede la vida y los años, que al final se dio cuenta de que toda muerte entraña, en sí misma, la esperanza y la gloria. Que existen pedacitos de resurrección ocultos en las peores nuevas. Así, nos hacía partícipes a nosotros, estudiantes entonces de veintipocos años, de que descubrió que en la propia esencia de la muerte de su madre, cuando sintió cómo el suelo firme se retiraba bruscamente, estaba escondida la resurrección y la esperanza. Que no son cosas sucesivas, primero se muere uno y luego resucita, sino que son dos aspectos inseparables, íntimamente unidos.

Yo soy creyente, pero no sé si hay vida después de la vida. Lo que sí sé es que hay vida antes de la muerte, y que esa vida es la que prolonga su sombra alargada hasta los confines de la realidad. Sé, porque lo he visto, que hay motivos para la esperanza, que nunca todo está perdido. Creo que cuando una familia entera se vuelca en el miembro más débil, el más herido, para consolar, para verter vino y aceite en las heridas, para serenar y para acompañar, hay esperanza. Creo que descubrir la humanidad de las personas y entroncar en sus sentimientos, revelándonos y descubriéndonos vulnerables, es un signo de esperanza.

Esa esperanza debe de ser la antesala de la resurrección, la vida eterna que intuimos y anhelamos. Y lo creo sin saber muy qué es lo que digo, pero convencido de que son necesarios ojos nuevos cada día para descubrir los gestos que nos la anticipan: el abrazo entre lágrimas, la mirada atenta, el silencio confundido y empático...


Hoy recuerdo todos los momentos compartidos con Maricarmen y con Pepe, lo que aprendí y lo que gocé. Recuerdo las sonrisas y las palabras, las bromas, las sorpresas, los pasos y los caminos que anduve con ellos. Recuerdo todo y lo contrasto con lo vivido estos días. Y sé, como sabía Susana, que hay cosas que nunca mueren. Y que es precisa la vigilia en el corazón, porque, ya lo decía Aristóteles, la esperanza es el sueño del hombre despierto.

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