Lo cotidiano es sorprendente y maravilloso.
Me convenzo cada día de que degustar lo ordinario es una de las razones
fundamentales de que la vida merezca la pena. Hace unos días estuvimos en una
casa rural con nuestros amigos de siempre, esos que te acompañan desde que eras
otro: niño, adolescente, joven, cada vez menos joven… Subí a la habitación para
dormir a Pablo y allí, en la penumbra, con mi hijo relajado y ligero (parece
mentira lo poco que pesa cuando sueña) decidí quedarme en la cama. Abajo, en el
salón, los amigos jugaban y se divertían. Yo no los vi hasta el desayuno
siguiente.
En la calma de estar tranquilos, en la
confianza de quienes se conocen y tienen recorrido común, hemos fundamentado un
modo de relación basada en algo que tiene que ver con la historia, con las
opciones, con el conocernos y aceptarnos, integrados en una comunidad donde
fluyen sentimientos antiguos. Es un espacio sencillo, compartimos risas y vida,
haciéndonos cercanos y prójimos, conscientes de que amigos de siempre es un concepto difícil y escurridizo, pero
valioso. Porque siempre es mucho tiempo.
Les recuerdo permanentemente en momentos
cruciales de mi vida. No hacen mucho ruido, están siempre en un rincón modesto,
familiar. Los veo acompañando respetuosamente los duelos, iluminando las
alegrías y con el gesto serio y atento cuando hablamos del futuro. Cuando
pienso en ellos recorro los recodos de la historia común, me cuesta no enumerar
las veces en que las dificultades nos reúnen, las veces en que la celebración
nos congrega. Me cuesta mucho no contar, por ejemplo, que estuvimos juntos
cuando echaron a andar los proyectos de pareja que hoy son firmes soportes de
la existencia de cada uno. No contar las aventuras abriéndonos paso en los
trabajos, los estudios, las decisiones adultas. Me cuesta mucho no contar que
no hay un solo quiebro en mi vida en el que me haya sentido solo, sin ellos.
Hoy acogen a Pablo con alegría, a pesar de
que los ritmos de un niño difícilmente casan con los de jóvenes adultos.
Cambiamos cines por cenas, calles por casas, copas por meriendas y noches por
días. Cambian todo eso para que nosotros cambiemos pañales con ellos. Cambian
sus hábitos con gozo porque no se imaginan una estación en el camino, sino que
el tren reduce velocidad para que nadie se escape.
A Angelines y a mí muchas veces nos resulta
difícil entender, en la brega diaria, el profundo vínculo que favorece,
facilita y propicia esa cadencia de los días en los que estamos todos juntos, a
pesar de inconvenientes e incomodidades. Opciones que superan la mera diversión
y que en tantas ocasiones quedan ocultas.
Hoy les descubro como parte de mi mundo más
íntimo, al que pertenezco. El mundo que quiero presentar a Pablo: emociones,
sentimientos, afectos, encuentros y lazos.
Y también les descubro como el mundo en el
que quiero envejecer.
Bendito canto a la amistad fiel
ResponderEliminarOjalá tuviéramos la misma capacidad que tú para expresar todo lo que nos dais a nosotros, los tres: Ange, Pablo y tú. Seguiremos a vuestro lado superando etapas y viviendo cada vez mejores momentos.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte de vuestros amigos.
El verdadero regalo, le decía ayer por sms a Carmen, es tener motivos para escribir un post como este. El verdadero regalo es no pensar en las palabras, sino descansar en lo que se descubre y se saborea.
Eliminar¡Qué lujo contar con vosotros!
Qué bonito... Será porque es Navidad, pero me ha emocionado. ¡Enhorabuena por tu blog, me está encantando!
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