En otra entrada hablé de una
película cuyos diez primeros minutos atracan en el corazón de los espectadores
con una fuerza que hace que, al menos yo, los recuerde cada cierto tiempo,
porque sintetizan de manera deliciosa algunas de las ideas más bellas y hondas
que puedo compartir sobre la vida y la importancia de las cosas. Hace unos días
cruzaba la calle por un semáforo y, en la otra acera, dos mujeres se despedían
rápidamente. Por la edad parecían madre e hija, se besaron en un segundo y
comenzaron a caminar, cada una en una dirección. Rememoré al instante otro de
los comienzos de cine, esta vez de la película “Love actually”, (Richard
Curtis, 2003).
Lo que de verdad me fascina de
esta escena no es tanto el ritmo romántico y a veces sensiblero que destila a cada
rato, sino sobre todo el reclamo honesto que hace de entender y disfrutar los
símbolos que dan sentido a la existencia humana. El beso, el abrazo, el saludo…
son gestos que nos indican y señalan una realidad que no se ve: el amor, el
aprecio, el respeto o el afecto. Y necesitamos expresarlo de alguna manera,
porque si no, somos incapaces de transmitir lo que sentimos.
Símbolo es esa realidad concreta y tangible que nos remite y nos habla de un conocimiento de otro orden: el intangible que queda en los ámbitos internos de la persona. La vida nos apremia a comunicarlo y a expresarlo mediante toda una colección de gestos que integran nuestro día a día. Desde el saludo hasta las miradas. Desde el ritual elaborado y complejo hasta las costumbres y rutinas que nos salvan de la incertidumbre y que nos confirman, porque así lo necesitamos, que somos queridos y aceptados en nuestro entorno más cercano. Quizá los Sacramentos de la vida, de Leonardo Boff sean una buena explicación de lo que quiero decir.
Y sin embargo, parece que el mundo
sigue hambriento de comunicación y trascendencia (que así es como se llaman las
realidades que van más allá de lo presente y lo inmediato). No aceptar nuestra
identidad de seres con sentido de lo simbólico y necesitados de ello puede ser
fuente de insatisfacción e inseguridad, porque de alguna manera estaremos
negando algo profundamente propio.
Aprender a vivir desde lo
simbólico, entrando en el misterio de esas señales que nos sirven para poner
mensaje donde faltan palabras, creo que es una de las tareas urgentes en
sociedades cada día más aisladas e individualistas. Porque si lo simbólico conecta y transmite, lo que
separa y fragmenta es, curiosamente y de acuerdo a la etimología, lo diabólico.
En medio del mundo, basta
entender que nuestra cultura es simbólica y nos rodean los gestos que nos hacen
mirar más allá de lo que vemos. Por eso el Principito decía aquello que solo se ve bien con los ojos del corazón.