Uno lee cosas que a veces le sirven mucho
tiempo después. Es el caso del on
japonés, un concepto que aprendí en clases de Antropología social. Nos
explicaban que los nipones viven con la consciencia permanente del deber
adquirido, de la deuda contraída con los demás. Tener on para con alguien significa haber recibido un favor o un servicio
y estar obligado a devolverlo. Y, según me decían, ese on es pesado y atenazante, indeseable y aprisionador. Psicologías
así hace que se den casos extremos a nuestros etnocéntricos ojos occidentales,
como por ejemplo ver yacer en la calle a un viandante que se tropieza y no
recibir ayuda, pues eso supondría asignarle un asfixiante on hacia nosotros. Un on
oneroso, nunca mejor dicho.
El caso es que hace unos días llegaron mis
padres con el mejor regalo de Reyes imaginable: mis primeros años de vida. Mi
padre, que siempre fue un apasionado de las tecnologías (no fue friki porque no
llegó a tiempo y ahora no está en edad) había recopilado para mi hermano y para
mí nuestros vídeos familiares y los había montado en un DVD. Desde muy niño
recuerdo los archiperres cinematográficos, primero la cámara Super8 y luego el
armatoste VHS (ese sí era un camarón difícil de llevar). Con ese ojo artificial
y memorioso, mi padre sabía captar momentos instantáneamente ordinarios, pero
que hoy aparecen mágicos, únicos y genuinos. La primera entrega de esta obra de
mi vida la vimos en casa y llega hasta que cumplo dos años. Prácticamente la
edad que hoy tiene su nieto Pablo.
El regalo, decía, era el DVD. Lo pusimos en
el reproductor y lo vimos, recordando cada momento. La imagen inicial, que
valía de portada, era un primer plano de mi abuelo Paco abriendo la puerta de
la habitación de la clínica. Entre los muchos píxeles que habían
crecido en estos treinta y cuatro años, se adivinaba poco a poco la figura de mi madre conmigo en brazos. Tendría yo unas horas de vida y mi padre ya estaba detrás de la cámara.
crecido en estos treinta y cuatro años, se adivinaba poco a poco la figura de mi madre conmigo en brazos. Tendría yo unas horas de vida y mi padre ya estaba detrás de la cámara.
Las secuencias se sucedieron y fuimos
recordando. Personas y personas, algunas conocidas, otras sinceramente me
quedaban muy lejos. Mis abuelos, mis tíos, amigos… en sitios familiares que
forman parte de mi particular mapa de infancia: columpios y jardines, juguetes,
estancias…
Cuando acabó la proyección entendí que el
regalo no era el DVD. El regalo había empezado mucho tiempo antes. Era un
regalo que se manifestaba en la presencia permanente de gentes que me rodeaban,
me acogían, me cuidaban. Era el regalo de ser querido y arropado desde siempre,
de ser sujeto de amor, de estar en el centro sin pedirlo, sin ni siquiera ser
consciente de ello. Y era regalo porque mis padres, al cruzar la puerta de mi
casa y entregarme el DVD, daban cuenta de lo gratuito de estos cuidados.
Para
los japoneses, el on más gravoso es el que se tiene hacia los padres de uno. Ese on es impagable.
Miro a Pablo, que ahora duerme y que vaticina
muchas tardes de demanda continua de atención. Muchas horas de estar a su lado.
Entiendo como solo se entiende con la vida de dentro, con las entrañas y con la
historia, que mis padres han vivido esa entrega como don. Y que es desde la
lógica y la dinámica del don que podemos llegar a apostar por otros, los
pequeños.
Mi
abuelo abría la puerta de la clínica. Mi abuelo, la misma persona a la que hoy
solo nos queda querer sin medida, comparte con Pablo esa naturaleza de ser
querido. Algunos domingos voy a verle con el niño. Y cuando están juntos
entiendo que la vida está completa cuando es don de principio a fin.
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