Hace algunos años comenzamos la tradición de
los regalos navideños también en casa de la familia de Angelines, mi mujer.
Hasta entonces, yo me sentía remiso a extender esta costumbre a la familia más
política, más allá de su madre, su abuela insistía en participar en los dames y
dates de principios de año. Me decían que siempre fui difícil de regalar, cosa
rara, ya que me gustan tanto tantas cosas que mi lista de aficiones se puede
incrementar fácilmente con una buena venta del producto. La cuestión es que me
preguntaron por mis deseos y yo pedí la película de Mario Camus Los santos
inocentes.
Este año, con la muerte de Alfredo Landa, se
puso muy de moda hablar de Paco el Bajo, el personaje sumiso, agachado, con la
expresión de quien anda perdido por la vida, mirando una boya flotante en medio
de la nada. El señorito como única referencia, por incapacidad y por carencia
de lo más básico, a Paco el Bajo le falta sobre todo la dignidad de sí. Paco se
sitúa en el mundo dando todo y no recibiendo nada, no tanto por bondad ni por
opción, sino porque no le queda más remedio. Las escenas de la caza, el
olfateo, la fractura de la pierna, dicen de un modo de vivir bajo, reptante. Y
el personaje de Juan Diego, en su papel de opresor insano, insensible, educado
en la falta de com-pasión, que se ocupa de adiestrar a su sirviente para
perpetuar la baja condición servil. Un adiestramiento con golpes que consolidan
la indefensión aprendida de las castas últimas.
Esta entrada va de eso, de los que hoy
enseñan a ser Pacos invisibles en la sociedad. En dos ocasiones he asistido en
silencio a estas particulares clases de resignación, sutiles hasta para los
maestros.
La primera sucedió en un aparcamiento. Un
gorrilla dirigía el tráfico y ordenaba los coches, avisaba cuando quedaban
puestos libres y guiaba a los que estacionaban en ángulos cada vez más
estrechos. En éstas un hombre con traje sale de su BMW y mira atónito el
rozón que le han hecho en el parachoques. Imposible digerir la frustración de
la mancha. El señor encorbatado comparte su estado de contrariedad relatando al
gorrilla que, para hacer evidente su implicación en el asunto, se agacha una y
otra vez para apreciar el saltado de la pintura y los desperfectos. El traje y
la corbata siguen gritando y quejándose, maldiciendo su mala suerte. Lo
malas que son las personas, que rozan los coches de otros sin dejar siquiera
una nota de disculpa. Mala gente. El gorrilla asiente con la cabeza y dice que
no hay derecho, que esas cosas no se tenían que consentir. Yo observo el cuadro
hasta que corbata, traje, chaqueta y hombre se meten de nuevo en el coche, ya más
relajado. Sigue las indicaciones del gorrila para salir conduciendo marcha
atrás, y le miro mientras el otro sigue su labor, manos arriba y abajo, con la
esperanza de unas pocas monedas. Sé que es rumano, porque he hablado alguna vez con
él. Y pienso que el coche del rozón seguro que duerme mejor que él esta noche, para
evitar males mayores.
La segunda sesión de adoctrinamiento la
presencié en un supermercado. Una mujer de aspecto sucio, que arrastra
habitualmente un carrito de la compra por los pisos del centro de Badajoz
mendigando comida o dinero (lo que más convenga), había entrado a intentar
comprar carne. El dependiente le preguntaba el pedido y ella solicitaba pesos.
- Péseme ese trozo de ternera.
-2,30 euros.
-No, no me llega. Mejor un cacho de
costillar.
-0,95.
-Sí, para eso tengo. No tiene cuenta venir
aquí. Mejor voy otro día al almacén de carne. – citaba una tienda de grandes
consumidores, con precios sensiblemente más bajos -
- Ya, pero no es lo mismo – le dice el
dependiente.
- Pues carne es, ¿no?
- No es lo mismo
- De cerdo, ¿no? La misma carne.
- Para vosotros es siempre carne, pero yo te
digo que no es lo mismo.
Despachó el trozo de costillar que no llegaba
al euro, y me atendió llamándome de usted, a pesar de que me sacaba más de diez
años y la mujer, al menos aparentemente, era mucho mayor que ambos. Yo pedí lo
que quería, y me fui, meditando en silencio el vosotros que pronunció el
tendero. Un vosotros cruel, porque ¿quiénes son vosotros? ¿vosotros los sucios?
¿vosotros los clientes? ¿vosotros los pobres? Me quedaba con la última opción.
Vosotros, los pobres.
En la rueda social, seguimos adoptando los
roles que nos tocan. Unos de maestros, otros de alumnos. Y pedimos que los
maestros enseñen y los alumnos aprendan. Y que cada uno sepa cuál es su papel
en el mundo. Unos se quejan de los roces de la vida, otros se agachan, observan
desde abajo y asienten. Vosotros, los pobres, que creéis que todo es igual, con
tal de tener la boca llena. Vosotros, que no sabéis casi nada de casi nada.
Y lo que más miedo me da es la ignorancia de
los maestros, que no saben que lo son. Y me pregunto si alguna vez habré
enseñado a alguien a ser Paco, porque significa ser cómplice de la pérdida de
dignidad. Eso es más terrible que ser causa de injusticia. Y dudo que se pueda
perdonar fácilmente.
Al menos a mí me costaría bastante.