Me parece muy sugerente la moda
ésta de los escraches. La popularización de este tipo de protestas pacíficas,
basadas en el señalamiento público de personas y personajes vinculados a la
política, ha tenido en España un crecimiento explosivo en las últimas semanas.
Más allá de las valoraciones sobre la justeza (que no justicia) de estas
actuaciones, o de si se adaptan en su medida a la causa por la que se realizan,
me parecen, digo, muy sugerentes por cuanto tienen de base antropológica y de
gobernanza ciudadana. Y me explico.
Hace un tiempo estudiaba yo en la
Antropología Cultural los órdenes de estructuración de las diferentes formas de
sociedad primitiva, desde la unidad básica familiar hasta las tribus y los
linajes, pasando por clanes y urbes. Es un viaje apasionante ir viendo cómo las
personas han ido orquestando modos de organizarse que, progresivamente, les
hacen perder libertad pero les garantizan seguridad. Y, en la raíz de toda
estructura, el reconocimiento y la admiración de líderes, autoridad otorgada
por la masa base, que se somete a plebiscito diario y que se retira en cuanto
la cabeza organizativa (jefe de tribu, big
man o rey) deja de ser acreedor de tal confianza. Por ejemplo, los estudios
sobre la organización social cierta población africana, hechos en el tercer cuarto del siglo
pasado, ponían de manifiesto que el tributo debido al jefe de poblado (una parte
importante de las cosechas o el ganado) tenía legitimidad siempre y cuando el
personaje en cuestión devolviese parte de las ganancias al pueblo, en forma de
banquete o de celebración compartida. Si la avaricia del jefe crecía demasiado,
el pueblo podía retirarle su apoyo y eliminarle del plano público de la manera
que considerasen más oportuna, no siempre pacífica. Es lo que se llamaría codiciar por encima de sus posibilidades.
La autoridad de las fuerzas
gobernantes descansaba siempre en una emoción personal, el sentimiento de la
vergüenza. Tener vergüenza significaba, en el campo de la antropología, ser
consciente de la reprobación pública; no tenerla es ser inmune a la crítica de
los demás. Y, por tanto, la vergüenza es vital para mantener el orden en una
sociedad, porque es un mecanismo autónomo de contención propia: no hacemos lo
que nos da vergüenza que se sepa.
El escrache, tal y como lo
entiendo, es una manifestación pública a favor de recuperar la vergüenza de los
actos. Cuando la población señala a alguien, pone a la vista de todos acciones
socialmente reprobables en el contexto en que se mueven los escrachadores: un deshaucio, una
absolución judicial dudosa, etc. Por supuesto que esta técnica tiene sus
limitaciones y sus desaciertos, pero en el fondo no es más que un alegato para que
los que son responsables de la dirección de la sociedad (económica, cultural,
política…) tengan la vergüenza presente.
La cita atribuida a Julio Anguita
es muy elocuente en este sentido:
Cuando una sociedad se escandaliza más por acontecimientos como los escraches que por el creciente número de deshaucios de familias con recursos menguantse y por la caída silenciosa de miles de personas por debajo del umbral de la pobreza, es porque algo se pudre en el seno de esta cultura.
To scratch es un vocablo inglés que significa “rascar”. Se suele
asociar a to itch, que equivale a
“picar”. Por eso, quizás ahora tenga mucho sentido el refrán español de “quien
se pica, ajos come”.