sábado, 24 de agosto de 2013

Luces heridas



Este curso comenzaremos antes las clases. La reconversión de los estudios en Grados, en lugar de las antiguas Licenciaturas y Diplomaturas, obliga, por convergencia con Europa, adelantar el inicio de curso a los primeros días de septiembre. Las lecciones serán las mismas, por tanto acabaremos también a mediados de mayo. Este nuevo calendario reduce bastante el tiempo en el que no tenemos contacto ninguno con los alumnos, ya que, de un modo u otro, solo desconecto los días en que la conexión es imposible. Y en este mundo digital, cada vez es menos imposible.

La cuestión es que pronto volveré al despacho de la Facultad de Educación, a ver otras caras de estudiantes que enfrentan su segundo o su cuarto año de carrera, cada uno con su casuística y con sus circunstancias; cada uno consciente de su individualidad y con una cierta exigencia de que se le trate, en fin, como individuo. Algo que a los profes nos cuesta, porque cada día son más en clase (el curso pasado, ochenta en cada grupo, y llevé cuatro), pero que sin duda es el sello de calidad más preciso de una labor docente responsable y excelente.

Como digo, a punto de levantar las persianas del despacho, recuerdo una de las últimas visitas que tuve en julio, avanzado el mes, casi en tiempo de descuento para el descanso del verano. Se trataba de una chica que había aprobado por fin una de las últimas asignaturas de la carrera. Venía para charlar conmigo y para agradecerme el trabajo del curso. No es habitual recibir alumnos que no quieran reclamar alguna nota, preguntar alguna duda o cuestiones similares. Pero siempre hay algunos. Esta chica llegó, se quedó de pie delante de mí y comenzó a hablar. Pronto detecté que no se sentaba por pura vergüenza, que gustosamente lo habría hecho para dar mayor entidad a aquella especie de confesión improvisada que yo escuchaba primero por educación, después por algo parecido a una ternura profesional.

La muchacha, casi de mi edad, relataba la historia de su vida desde el agradecimiento por el curso y por la asignatura. Al principio no entendí muy bien a qué venía todo aquello. Que si estaba trabajando en una tienda y sacaba las horas de estudio de su propio pellejo; que si había empezado otras carreras antes, sin mucho éxito; que si siempre había andado un poco perdida, que le faltaba una figura… paterna. ¡Ah, amiga! A mitad del monólogo aparece el detalle que da sentido a todo. Su padre desapareció  pronto de su vida, se considera hija de madre soltera. Y esta es la piedra angular desde donde se entiende su discurso, su pérdida de referentes, su necesidad de alguien que le guíe (hasta en pequeñas cosas sin importancia), la visión del padre adoptivo, que habla más de lo que falta que de lo que aporta… La herida en medio de un rostro perfecto, el dolor detrás de la cotidiana rutina. Un desgarro callado, a fuerza de hacerlo conocido y próximo, la cerradura por la que se deja entrever el estado del alma.

Por eso, a partir de ese instante, dejé de lado los prejuicios y los perjuicios. Todos tenemos mucho que hacer. Entendí que, no sé si conscientemente, la estudiante me buscaba para contarme. Porque la asignatura había sido importante en su vida y, de alguna manera, en aquella media hora condensaba todas las cosas que también lo eran en aquel momento. Y en medio estaba la clave para comprenderla globalmente, su particular llaga.

Leí a un autor que somos seres de luz. Que la vida y sus asuntos se ocupa de echar lodo encima, tapando y ocultando la luminosidad que nos viene desde dentro. Quizá la tarea sea retirar todo el cieno y liberar la claridad que nos ocupa, aunque sea debajo de tantas capas. Quizá.

Sin embargo a veces pienso que la verdadera grandeza sea aprender a mirar por las rendijas, por las heridas que nos hacen humanos. Reconocernos en ellas, compartirlas, integrarlas y hacer que de ellas surjan ríos de vida. 

Pero de eso ya escribiré en otro momento. Ahora voy a abrir el despacho.
 

lunes, 5 de agosto de 2013

El traje de bodas



Los días previos al enlace fueron especialmente ajetreados y estresantes, como corresponde a un evento de este calibre. Tanto Ange como yo queríamos algo diferente y auténtico, cuidar de modo especial no los detalles pequeños, que tanto gustan de marcar exclusividades, sino el propio concepto celebrativo. Celebrar en lo verdadero, en lo que tiene que ver con la alegría interna y el gozo que no se agota en comidas, vestidos o canciones pasajeras.

 Fue todo un reto descubrir lo que merecía la pena celebrar, resistirse y negociar permanentemente con lo establecido, incluir a todos preservando el deseo hondo de la fiesta más genuina…

En esas estábamos cuando mi madre y yo fuimos a comprar mi traje de bodas. Yo le tenía dicho que no dijera que era el novio, porque lo que quería era algo que me sirviera para otras ocasiones, no esos atuendos, para mi gusto estrafalarios, que más tienen que ver con presentadores de galas navideñas que con la elegancia de quien, desde la normalidad, celebra la vida.

En esas estábamos, decía, cuando mi madre capeaba al vendedor de la mejor manera posible, explicando que “queremos un traje bueno”, “algo especial” y eufemismos similares. Al final, cuando el dependiente, extrañado, acariciaba el traje que nos estaba enseñando y comentaba:
-    Señora, este traje es un buen artículo.

Mi madre no pudo más y soltó “Mire usted, mi hijo no quiere decir que es el novio, pero es el novio. Así que queremos un traje bueno”. Para entonces ya había decidido yo que  nos quedábamos con el que estaba encima del mostrador. De lo que no me libré fue de una camisa y un chaleco que costaron más que el conjunto entero chaqueta-pantalón, porque el modisto ya había descubierto el pastel. Cosas que pasan.
 
Mi traje, como digo, era normal. Ni corto ni largo, ni estrecho ni ancho, ni muy oscuro ni rayado. Normal. Sencillo. Y me gustaba mucho. Entre otras cosas porque podía contar la anécdota del vendedor y de mi madre.

Lo usé por primera vez hace cinco años. Desde entonces, me lo he puesto una docena de veces. Y tan contento.

Hace unas semanas volví a desenfundarlo para la boda de una amiga. Me alegra sobremanera comprobar que me sigue estando bien, un poco más prieto el pantalón, pero nada alarmante. Cuando lo puse encima de la cama y abrí el plástico de la tintorería, para mi pesar confirmé que aquel no era mi traje. Me invadió un sentimiento de pérdida y de cierta rabia, porque sin duda la tintorería me había dado el cambiazo. Mi traje, el símbolo de mi libertad frente a los presupuestos de una boda convencional, el espacio conquistado de normalidad en el que me sentía protagonista de cómo celebrar una fiesta, se había perdido en alguna cadena compleja de limpieza en seco. En su lugar tenía otro, con su historia particular, ajeno y anónimo para mí.

Perder este fetiche de mi boda suponía tristeza por lo simbólico del objeto, por el cariño de la historia. Y la comparativa inmediata: ¿qué habría pasado si en lugar de ser mi traje de bodas hubiera sido el vestido de novia de Angelines? Sin duda era enfrentarse al apego a lo material, aunque lo material estuviera embebido de emociones.

Dos semanas de búsqueda infructuosa en tintorerías propias y extrañas, de contar el relato y de ver cómo las empleadas (eran siempre mujeres) de los establecimientos ponían caras raras y juraban y perjuraban que eso no podía ser, que no se cambiaban prendas así como así.  Y siempre, de fondo, el rumor de no afectarse, de que solo es un traje, aunque era el mío.

Al final, hace un par de días, apareció en un armario de casa de mis padres. El periplo es incognoscible, pero me queda, además de la alegría de la dracma recobrada, la actualización del Evangelio en aquello que dice: acumulad más bien tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre destruyen ni hay ladrones que socaven NI TINTORERÍAS QUE PIERDAN.