Este
curso comenzaremos antes las clases. La reconversión de los estudios en Grados,
en lugar de las antiguas Licenciaturas y Diplomaturas, obliga, por convergencia
con Europa, adelantar el inicio de curso a los primeros días de septiembre. Las
lecciones serán las mismas, por tanto acabaremos también a mediados de mayo.
Este nuevo calendario reduce bastante el tiempo en el que no tenemos contacto
ninguno con los alumnos, ya que, de un modo u otro, solo desconecto los días en
que la conexión es imposible. Y en este mundo digital, cada vez es menos
imposible.
La
cuestión es que pronto volveré al despacho de la Facultad de Educación, a ver
otras caras de estudiantes que enfrentan su segundo o su cuarto año de carrera,
cada uno con su casuística y con sus circunstancias; cada uno consciente de su
individualidad y con una cierta exigencia de que se le trate, en fin, como
individuo. Algo que a los profes nos cuesta, porque cada día son más en clase
(el curso pasado, ochenta en cada grupo, y llevé cuatro), pero que sin duda es
el sello de calidad más preciso de una labor docente responsable y
excelente.
Como
digo, a punto de levantar las persianas del despacho, recuerdo una de las
últimas visitas que tuve en julio, avanzado el mes, casi en tiempo de descuento
para el descanso del verano. Se trataba de una chica que había aprobado por fin
una de las últimas asignaturas de la carrera. Venía para charlar conmigo y para
agradecerme el trabajo del curso. No es habitual recibir alumnos que no
quieran reclamar alguna nota, preguntar alguna duda o cuestiones similares.
Pero siempre hay algunos. Esta chica llegó, se quedó de pie delante de mí y comenzó a hablar. Pronto detecté que no se sentaba por pura vergüenza, que
gustosamente lo habría hecho para dar mayor entidad a aquella especie de
confesión improvisada que yo escuchaba primero por educación, después por algo
parecido a una ternura profesional.
La
muchacha, casi de mi edad, relataba la historia de su vida desde el
agradecimiento por el curso y por la asignatura. Al principio no entendí muy
bien a qué venía todo aquello. Que si estaba trabajando en una tienda y sacaba
las horas de estudio de su propio pellejo; que si había empezado otras carreras
antes, sin mucho éxito; que si siempre había andado un poco perdida, que le
faltaba una figura… paterna. ¡Ah, amiga! A mitad del monólogo aparece el
detalle que da sentido a todo. Su padre desapareció pronto de su vida, se considera hija de madre
soltera. Y esta es la piedra angular desde donde se entiende su discurso, su
pérdida de referentes, su necesidad de alguien que le guíe (hasta en pequeñas
cosas sin importancia), la visión del padre adoptivo, que habla más de lo que
falta que de lo que aporta… La herida en medio de un rostro perfecto, el dolor
detrás de la cotidiana rutina. Un desgarro callado, a fuerza de hacerlo
conocido y próximo, la cerradura por la que se deja entrever el estado del
alma.
Por
eso, a partir de ese instante, dejé de lado los prejuicios y los perjuicios.
Todos tenemos mucho que hacer. Entendí que, no sé si conscientemente, la
estudiante me buscaba para contarme. Porque la asignatura había sido importante
en su vida y, de alguna manera, en aquella media hora condensaba todas las
cosas que también lo eran en aquel momento. Y en medio estaba la clave para comprenderla globalmente, su particular
llaga.
Leí a
un autor que somos seres de luz. Que la vida y sus asuntos se ocupa de echar
lodo encima, tapando y ocultando la luminosidad que nos viene desde dentro.
Quizá la tarea sea retirar todo el cieno y liberar la claridad que nos ocupa,
aunque sea debajo de tantas capas. Quizá.
Sin
embargo a veces pienso que la verdadera grandeza sea aprender a mirar por las
rendijas, por las heridas que nos hacen humanos. Reconocernos en ellas,
compartirlas, integrarlas y hacer que de ellas surjan ríos de vida.
Pero de
eso ya escribiré en otro momento. Ahora voy a abrir el despacho.