domingo, 18 de noviembre de 2012

Las morales del silencio



Hace algunos años, Manos Unidas despertaba nuestras conciencias con una frase lapidaria que ha quedado alojada en mi particular colección de aforismos útiles: Tu indiferencia te hace cómplice. El mensaje, acusador, era un latigazo contra la pasividad que está permitiendo el aumento de la injusticia, pobreza y exclusión. No hacer nada es hacer algo, situarse, posicionarse y, de alguna manera, favorecer la continuidad de un sistema cruel.
 
 Pero no quiero hablar hoy de eso.

 Es fascinante descubrir los patrones de conducta que prevalecen en sociedades avanzadas y modernas como la nuestra. Pensamos que somos flexibles, adaptables, tolerantes con el otro distinto. Pensamos haber superado ampliamente las morales de nuestros abuelos, férreas y encorsetadoras, que se definían tantas veces contra el diferente, fuera éste extranjero, homosexual, negro, mujer o ateo. Y lo hacían excluyendo, sojuzgando y apartando del espacio público, en un ejercicio de marginación por ostracismo ante quien no es de los nuestros.

Hoy hemos ganado mucho en formas, pero no tanto en fondos. Si miramos con algo de constancia, vuelven a aparecer esas morales que viven en el silencio cómplice. Ahora decimos no movernos para salir en la foto, antes no había fotos en las que salir. Pero era lo mismo. Se acepta lo rodado por seguro, y todo lo que no camina exactamente por los senderos sociales se cuestiona y se mira con recelo. Y parece que tomar opciones siempre es elegir lo distinto, obviando que caminar es elegir, aunque la elección sea la de costumbre. La moral.

Viví la alerta y la advertencia, consejo desde el amor y el cariño, cuando decidí emprender la aventura de dedicar tres años a la Juventud Estudiante Católica, en Madrid, liberado para servir. Nos sugirieron más reflexión cuando optamos por vivir en un pueblito. A muchos sorprendió mi disponibilidad para ir en listas electorales por el Partido por Un Mundo más Justo. Todavía hoy llama la atención, en ciertos foros, nuestra militancia en el movimiento de Profesionales Cristianos.

Si nuestras decisiones hubieran sido las establecidas en el trillado camino de lo socialmente conocido y aceptado, sin duda ninguna habrían levantado muchas menos objeciones. Porque parece que no existe responsabilidad ni miedo en seguir lo establecido, como si dejarse llevar no implicase una opción vital.
Todo construye persona, todo nos configura. Lo que hacemos, elegimos, para nosotros o para los que nos rodean. Sean estas opciones las cotidianas y generales, o singulares y diferentes, todo tiene su carga de responsabilidad e influencia. Y somos lo que elegimos, lo hagamos conscientemente o llevados por la marea callada de la costumbre. Porque hoy, como siempre, existen modos de vivir que se reafirman hablando, compartiendo, dialogando y razonando. Atreviéndose a no darse por contento con lo que ya se conoce. Y otras costumbres, hábitos, que hunden sus razones últimas en el campo oscuro de lo de siempre. Muchas de estas morales de silencio son las que siguen generando individuos pasivos, dependientes, menores de edad.

Puede que nadar a contracorriente sea lo único que ponga en evidencia el largo alcance de lo establecido y seguro. Y puede que sea el momento de escribir y proponer nuevas morales nada silenciosas, más bien serenas y dialógicas. Porque hay circunstancias que exigen nuestra palabra.


lunes, 12 de noviembre de 2012

Soñar despierto



Estos días la vida tiene una tinción de tristeza, violeta o azul, suave y tenue. Es casi imperceptible, pero el gris de los días otoñales parece más ser expresión de una mirada melancólica que de la lluvia fecunda que nos acompaña. El sábado, en viaje relámpago a Madrid, despedimos a Maricarmen, familia de sangre. El domingo, nos llega la noticia de la muerte de Pepe Alonso, familia de iglesia y de fe.

Cuando acontece el zarpazo de la muerte, hay testimonios que rápidamente me revuelven las tripas, desde lo más hondo. Es algo extraño, son solo palabras que un día, cada vez más lejano, me llegaron como experiencias ajenas. Y, sin embargo, han marcado con una impronta permanente el modo en que tengo de vivir la tristeza de las ausencias.

El primero es la vivencia de Susana. El nombre, por supuesto, es falso. Pero la historia es cierta. Susana llegaba a casa tras el trabajo y el teléfono le suelta, a bocajarro, la noticia del fallecimiento de su novio. Susana pensó, en ese instante, que el dolor sencillamente la mataría, que iba a morirse también. Era seguro, y así lo sintió, el estrangulamiento en la boca del estómago era el signo evidente de que esa llamada la iba a quitar de en medio. Unos minutos después, viendo correr a su sobrino de seis años, pasillo adelante, con los brazos abiertos, supo que no, que no se iba a morir. Lo supo con la certeza luminosa de quien no entiende mucho de lo que pasa, pero pasa. Lo entendió en el corazón roto, quebrado por la pérdida, pero aún hábil para integrar esas señales que no tienen modo de demostrarse, porque tocan no la cabeza, sino el sentimiento. No se moriría.


El segundo mensaje se lo oí directamente a Pepe Alonso en una charla de formación. Él hablaba de lo que le había costado integrar y comprender la resurrección tras la muerte. Y decía, con una lucidez que solo concede la vida y los años, que al final se dio cuenta de que toda muerte entraña, en sí misma, la esperanza y la gloria. Que existen pedacitos de resurrección ocultos en las peores nuevas. Así, nos hacía partícipes a nosotros, estudiantes entonces de veintipocos años, de que descubrió que en la propia esencia de la muerte de su madre, cuando sintió cómo el suelo firme se retiraba bruscamente, estaba escondida la resurrección y la esperanza. Que no son cosas sucesivas, primero se muere uno y luego resucita, sino que son dos aspectos inseparables, íntimamente unidos.

Yo soy creyente, pero no sé si hay vida después de la vida. Lo que sí sé es que hay vida antes de la muerte, y que esa vida es la que prolonga su sombra alargada hasta los confines de la realidad. Sé, porque lo he visto, que hay motivos para la esperanza, que nunca todo está perdido. Creo que cuando una familia entera se vuelca en el miembro más débil, el más herido, para consolar, para verter vino y aceite en las heridas, para serenar y para acompañar, hay esperanza. Creo que descubrir la humanidad de las personas y entroncar en sus sentimientos, revelándonos y descubriéndonos vulnerables, es un signo de esperanza.

Esa esperanza debe de ser la antesala de la resurrección, la vida eterna que intuimos y anhelamos. Y lo creo sin saber muy qué es lo que digo, pero convencido de que son necesarios ojos nuevos cada día para descubrir los gestos que nos la anticipan: el abrazo entre lágrimas, la mirada atenta, el silencio confundido y empático...


Hoy recuerdo todos los momentos compartidos con Maricarmen y con Pepe, lo que aprendí y lo que gocé. Recuerdo las sonrisas y las palabras, las bromas, las sorpresas, los pasos y los caminos que anduve con ellos. Recuerdo todo y lo contrasto con lo vivido estos días. Y sé, como sabía Susana, que hay cosas que nunca mueren. Y que es precisa la vigilia en el corazón, porque, ya lo decía Aristóteles, la esperanza es el sueño del hombre despierto.