miércoles, 31 de octubre de 2012

Aprehender la vida




Siempre me ha gustado la divulgación científica. Ha habido momentos en los que me he acercado a obras que, a pesar de entenderlas a medias, me sugerían bellas imágenes aderezadas de alguna fórmula o quizá de metáforas difíciles de comprender. 
Es el caso de La Historia del Tiempo, de Stephen Hawking.

No recuerdo bien en qué parte exactamente el autor hablaba del continuo espacio-temporal que se pliega sobre sí mismo, como el fuelle de un acordeón, de manera que atravesar la onda supone viajar en el tiempo. Experimentar esa especie de elipsis propia de películas futuristas, los flash-forward, posee un atractivo similar al que encuentro al descubrir el sentido de las cosas. A veces, momentos pasados penetran la flecha del tiempo y vienen a encontrar sus gemelos en el presente. En medio, nosotros, absortos, contemplamos el espectáculo de la vida.

Comía con Angelines, mi compañera, y con Pablo, mi hijo, en un bar de Jerte hace algunas semanas. El camarero, un señor que rondaba los sesenta, jugaba en los ratos libres con su nieto, un niño de unos dos años. Ni él ni yo nos resistimos a comentar el momento y la coincidencia de los críos, Pablo en su capazo y el niño mayor con las manos cogidas a las de su abuelo. En medio de los juegos, con su nieto correteando entre las piernas y las mesas, me decía sonriente “No te pierdas nada”. Pocas frases me han repetido tantas veces últimamente como ésta.

En ese instante, atravesando el pliegue de Hawking, vino a mi memoria una expresión casi idéntica en otra boca, la de un profesor que tuve en la Universidad. Él, en un momento de confidencia, me decía que no quería dejar nada por hablar ni por compartir con su padre, ya mayor, porque en cualquier momento podría ser tarde. Un par de años después moriría, espero que dejando el tintero vacío de charlas, miradas, silencios y caricias con su hijo.

No perderse nada, apresar lo que sucede con avaricia, sujetar la realidad antes de que se escape entre los dedos. Parece propio del tiempo que vivimos ese afán por atesorar y capturar el presente, saboreando cada instante y sabiendo que, por irrepetible, merece ser anclado al corazón. Aprehender la vida que nos traspasa, que nos urge fecundamente a compartir y a celebrar con otros cada pequeño instante. Del camarero al profesor, de la universidad a los bares, las personas llegamos a las mismas conclusiones. Agarrar lo que importa, descubrir que lo imprescindible solo se alcanza con la mirada atenta, despiertos a media noche.

Y sorprendentemente, descubro actitudes que favorecen ese mirar y que nada tienen que ver con poseer o con el control de lo que sucede. La vida alcanza su pleno sabor cuando entendemos su gratuidad y su sencillez.


Ser en la vida romero,
romero solo que cruza siempre por caminos nuevos.
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo.
Ser en la vida romero, romero..., solo romero.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez solo y ligero,
ligero, siempre ligero.
León Felipe
Aprehender lo que no se apolilla, lo que luce y brilla con el tiempo, aquello de lo que nunca reniego. Aprehender lo que nadie nos puede quitar, los momentos que quedaron grabados en nosotros y de los que recordamos hasta los detalles más nimios… seguro que todos tenemos una buena colección… ¡ojalá no nos perdamos ninguno!

viernes, 19 de octubre de 2012

Universidad republicana



La huelga de estudiantes convocada para estos días ha inundado de pasquines la universidad. Uno de ellos se ha detenido en el cristal de la puerta que atravieso cada día para entrar al laboratorio. 

Estoy acostumbrado a ver sin mirar mil carteles cada día, los más anunciando pisos en alquiler, fiestas varias o clases particulares. Sin embargo, el edificio donde trabajo no acoge a muchos estudiantes ni profesores, es un lugar de prácticas que se usa tan solo en épocas concretas de curso. Ahora no.

Me he quedado mirando el texto sugerente que escribe, negro sobre blanco, algún alumno comprometido con la causa de la rebeldía. Informa de la huelga y propone actividades paralelas, alternativas a las clases, gestos de disconformidad, indignación y denuncia. Hacía mucho tiempo que no veía este tipo de movimientos en la universidad extremeña, casi tengo que mirar a la lejana intervención en Irak o al 11M para recordar iniciativas de participación ciudadana con alcance tan amplio.

Adela Cortina, una profesora de la universidad de Valencia, escribía en El País un artículo para mí paradigmático. Lo tituló, con gran acierto, “Universidad Republicana”, y venía a decir, en términos generales, que la sociedad necesita una universidad que reproduzca buenos modelos de organización, buenos valores ciudadanos y buenos esquemas, armónicos, de convivencia. Republicana en el sentido amplio, pudo decir participativa, colectiva, justa o cooperativa. Ella optó por el republicanismo cívico. Yo también.

El folio escrito que hoy colgaba del vidrio de entrada rápidamente me ha hecho recordar esa Universidad Republicana, y he visto el mensaje codificado a través de las múltiples consignas que hoy pugnan por hacerse realidad, una vez las personas se atreven a soñarlas. Cuando en las plazas se dialoga, se discute, se propone y se denuncia, se está poniendo en marcha un modo de entender la política y la sociedad. Cuando los alumnos convocan a la Asamblea y piensan y reflexionan sobre las relaciones entre la Universidad y la Sociedad, sobre el efecto de los recortes en la calidad educativa y sobre el papel de sí mismos en el proceso, hay algo nuevo en el ambiente.

Y me ilusiona pensar que, a pesar del descrédito palmario que los medios de comunicación hacen de todo movimiento que cuestiona lo establecido; a pesar de las mentiras y las manipulaciones para no dejarnos acceder a la verdad; a pesar de lo extendido que está el no moverse para salir en la foto, una mano joven fijó ese cartel en mi puerta y me llamó la atención. Y me dijo mucho más de lo que está escrito: no estamos muertos, la comodidad no nos ha matado.

Alguien debería recordarnos a todos que esta crisis está sacando lo mejor de unos y lo peor de otros. Somos necios si no distinguimos quién es quién.

lunes, 15 de octubre de 2012

Pilares de certidumbre



Dicen los profetas liberales del ahora que los tiempos del trabajo para toda la vida ya pasaron. Que ya no queda pensar en esa estabilidad laboral de nuestros padres, sobre la que se construyó el estado del bienestar. O más bien al revés, quién sabe. Lo cierto y verdad es que ya no cabe pensar en encontrar empleo rápido y seguro, no se puede soñar con la jubilación tras cuarenta años en la misma empresa, ni siquiera parece posible renunciar a la movilidad geográfica. Las nuevas leyes del dios mercado quedan escritas a fuego en el sentir de los jóvenes, y nadie discute que has de estar preparado para lo que venga: formación indefinida, movilidad indefinida, flexibilidad indefinida… ¡lo único que no es indefinido es el propio empleo!

Mi amigo Alejandro sabe de las malas rachas en el trabajo. Ha pasado por una empresa familiar que, tras un periplo de más de veinte años, ha zozobrado por culpa de impagos externos, víctima de la falta de liquidez de administraciones y particulares. Ahora trabaja sin los agobios de la gerencia, durmiendo mucho mejor y riendo más, a tiempo y a destiempo. Ha optado por un trabajo a media jornada en una consultora ambiental. 

Sonia, de la que ya hablé en otra entrada, vive la cooperación para el desarrollo, la sensibilización y la educación con fuerza pasional. Trabaja en la organización solidaria Entreculturas, que apuesta por el desarrollo de los pueblos a través de propiciar la escolarización de niños y niñas. Por eso hablan de escuelas que cambian el mundo. Ahora, Sonia, como tantos otros trabajadores del tercer sector, ve con inquietud el futuro de este campo, que se ha caído de los presupuestos con una reducción de hasta el 70%. Y sufre, sobre todo, porque los que van a quedar fuera son los miles de beneficiarios a los que Entreculturas, como tantas otras ONGDs, no va a llegar.

Blanca también trabaja en el campo de la solidaridad. Está contratada por la Coordinadora de Organizaciones No Gubernamentales para el Desarrollo (CONGD) de Extremadura. Su contrato está sometido a la renovación sistemática de proyectos que dependen del gobierno autonómico. Así, hoy tiene empleo, mañana ya veremos.

Alguna vez oí que el hombre necesita seguridades en su vida, puntales a los que agarrarse, pilares que le soporten. Todos andamos huérfanos de certezas, buscando esos cuatro o cinco asideros que nos garantizan una existencia tranquila. Por eso el movimiento obrero reivindica el papel central del trabajo en la definición de las personas, o se establecen criterios mínimos de salario, de estabilidad en el empleo o de protección ante imprevistos de salud o de otro tipo.
  
Alejandro, Sonia, Blanca, y tantos otros nombres que hoy podría poner sobre la mesa también buscan esas certidumbres claras, esos lugares seguros a donde volver cuando fuera es noche cerrada. Para ellos también existe esa necesidad humana de encontrar calor, de que no todo sea vaivén, porque ellos también tienen un proyecto de persona, de pareja, de familia. Sin embargo, ellos, y muchos más, han encontrado un cimiento más hondo, una estructura más firme donde aguantar los pilares de sus certidumbres. Han encontrado un modo distinto de apuntalar la vida, de encontrar seguridades. Esos puntales están en el servicio, en la entrega, en vivir  priorizando el ser al tener, en gozar de un ahora sabroso que anticipa el mañana. Porque el mañana llega con brío solo si el hoy es hermoso. Y casi siempre conviene escudriñar el horizonte para entender que merece la pena poder caminar.

sábado, 6 de octubre de 2012

Que el dolor no me sea indiferente



Decía Gómez de la Serna que la primera radiografía de nuestra vida nos la hacen en la escuela, concretamente el niño que se sienta en el pupitre de detrás. La niñez nos configura desde detalles nimios que, poco a poco, he ido descubriendo importantes. La patria de los sabores, los olores, las sensaciones y las emociones surge tantas veces en el juego de los primeros años.

Y creciendo, casi de manera inconsciente, de lo que tenemos en la trastienda sentimental aflora el sentido de las cosas. Por ejemplo, la particular banda sonora de mi vida archivaba canciones que escuchaba en el asiento trasero del coche familiar durante los viajes, largos y cortos, que mi hermano y yo disfrutábamos con mis padres. La música sonaba y yo la iba guardando sin saber muy bien su significado. Incluso recuerdo cómo mi hermano preguntaba qué contaba cada canción, porque de niños se nos hacía difícil entender el significado de las letras. Así me descubro hoy tarareando melodías que forman parte de mí, y que empezaron a serlo en las noches largas de vuelta a casa en el R21, exóticamente beige.

Una de esas canciones era el Solo le pido a Dios, cantada por Ana Belén. Y la estrofa que da título a esta entrada viene bailando en cabeza con insistencia prodigiosa, casi temerosa de que me olvide que ya es una de mis obsesiones.

Otro día hablaba de la importancia de compartir la alegría, hoy me quedo con la misma idea en clave negativa. Compartimos mensajes sociales que nos invitan a huir de lo incómodo, a ocultar la muerte, a evitar el dolor, en definitiva. El propio, pero sobre todo, el ajeno. A no acompañarlo desde dentro, a esconder esa conexión íntima que pugna por salir a flote entre dos personas: la compasión en el sentido más horizontal del término. En la línea más solidaria posible.

Yo me identifico con esa pulsión social de evitar el dolor, de inhabilitar esa vía que nos comunica y que, en el fondo, nos hace sufrir cuando compartimos el mal del otro. Me rebelo internamente y vuelvo a ser aquel chaval que, con pocos años, en las noches de fiesta, a mis amigos les decía que no tenía motivos para estar triste. Ceguera blanca que me protege de un mundo en el que la gente, mi gente, llora.

El tiempo, como en la canción de Serrat, me llevó por caminos en los que me encontré con el dolor. Hoy mi mente se puebla de nombres que ya no están, o de nombres que querrían una vida distinta, porque tanto es su dolor. Recuerdo la habitación caliente de mi amigo Pedro, pocas semanas antes de partir al Padre, y su charla cansada y su figura delgada y débil. Recuerdo mi silencio –no podía hacer otra cosa- ante su llanto, inerme. Y recuerdo la pregunta incontestable: ¿qué hacer cuando no se puede hacer nada? Estar.

Que no me sea indiferente. Que no mire hacia otro lado. Sufrir con los que sufren, llorar con los que lloran. Es el desafío constante de ser lo más humano posible, y cada día más humano. Por eso, cuando llega, repito con fuerza obstinada en mi corazón aquello de “Padre: serenidad, fortaleza, consuelo”. Como las jaculatorias que rezaba mi abuela, ésta hecha a mi medida, porque sé que son las claves del acompañar que quiero.

Que no, que no me sea indiferente. Si no tengo palabras, al menos silencio y escucha. Si no tengo solución, al menos soporte y apoyo. Seguro que hay muchos que lo harán mejor. Pero cada vez que me veo en otra habitación caliente, como la de Pedro, siento que soy el único que puede acompañar en ese instante. Luego quizá vendrán otros, pero en ese preciso momento, el reto de estar solo es mío. Puede que por eso la vida sea irrepetible.