jueves, 27 de septiembre de 2012

Estuve allí



Llegasteis cansados, lo recuerdo muy bien. Se os veía felices, pero agotados de todo el trabajo. Habían sido meses de hacer, de pensar y, sobre todo, de soñar. Poco importaban ya detalles menores, aspectos pueriles de lo que uno quería o dejaba de querer. La mesa se abría grande y jubilosa a tantos que casi parecía de normalidad aplastante, de cotidiana alegría compartida. Cansados, sí, pero gozosos.


Cuando os quisisteis dar cuenta, la mañana llegaba con sombras de expectación, luces de siempre con brillos extraordinarios. El ritual empezaba mucho antes de llegar a la iglesia, y yo ya estaba allí. Os miraba dichoso, os contemplaba en silencio, interiormente sentía que no era extraño. Y en vosotros veía lo que de bueno tienen las personas, lo que alumbra el corazón de todas las gentes y lo que hace que la vida se llene de sentido. Ilusión, perplejidad, serena alegría y un poco de locura. También vértigo e ímpetu, brío de vida, de abrir puertas y tejer esperanzas. Todo eso estaba ya en la mañana luminosa de aquel sábado.

Me colé entre la gente que iba apareciendo… ¡eran tantos! Yo también me había puesto el traje de fiesta, así pasé desapercibido. Viejas caras, antiguos lazos que volvían a la vigencia primera. Os miré despacio, primero a ti, luego a ti, y supe que vuestros ojos me daban razones de cada persona. Todos estaban invitados porque eran importantes, así se lo hicisteis saber. Y sé que ellos sintieron la pequeña chispa de lo especial, de ser llamados por su nombre, mucho tiempo antes.

Por fin entrasteis. Sin protocolos, sin liturgias vacías, solo lo que para vosotros tenía sentido y simbolizaba vuestros pasos: las imágenes colgadas, una decoración especial traída de lejos, compartida con otros y que lucía los desgastes del uso. Exposiciones de fotos que recorrieron institutos y facultades para comunicar vuestra experiencia en el Perú, aquel día había sustituido al via crucis de la Parroquia de Guadalupe. El día anterior habíais recurrido a los amigos cercanos para formar el mejor coro que nunca se pudo tener, para llenar de puestos extra la iglesia y que nadie quedara de pie. Nadie, excepto yo, que prefería sonreir desde lejos, observaros en vuestra salsa, con la familia extensa y próxima de la que os sentís orgullosos. Os miré con ternura cuando subisteis al altar para abrir vuestro corazón (ya era solo uno) y cuando escuchabais en silencio, atentos, cada ladrillo que alguien puso en la casa de cartón.

Sí, incluso en vuestra foto, la que preside vuestra habitación, la que quisisteis que fuera la foto de boda, aérea, personal hasta el extremo, incluyente, ahí también estaba yo. Si os fijáis bien, me encontraréis. Recorred las caras, los rostros, las historias. Mirad en el centro, en la alegría que os rodea, en el convencimiento profundo, que nace de lo hondo, de que queríais celebrar el amor, hacer de lo ordinario lo excepcional, porque lo merece. Ahí estuve, y ahí me encontráis. Mirad despacio.

Hoy os tengo presentes. Es un día como otro cualquiera, un jueves lleno de jaleo. Pero desde aquel sábado precioso, nada ha cambiado. O mejor, todo cambia. Cambia y se llena de sentido. Cambia y amanece a cada rato, hermoso el rojo, con la esperanza de los niños. Y si no, que se lo digan a Pablo. Él ha llegado como le ha dado la gana, pero hoy os miráis, os encontráis y sabéis que todo está por hacer. Que lo único que habéis cerrado en estos cuatro años ha sido descubrir lo increíble cada día.

Sigo descubriendo en vosotros la razón última de la vida humana: el cariño, la opción, el afecto, la entrega, el servicio… Vosotros hacéis que sea grande mi dicha, que mi nombre sea Amor y que, por encima de todo, el tiempo sedimente y atesore una riqueza que no se corrompe. Lo sé por vosotros, y por tantos como vosotros.

Hoy os tengo presentes, porque hoy también estoy con vosotros. Felicidades.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Por qué soy científico



Hace poco he tenido la ocasión de participar en una mesa redonda que organizaba la universidad con el objetivo de animar a los estudiantes de último año a iniciarse en la investigación. Me llamaron como ejemplo de alguien que vive de esto, o lo intenta, en el seno de un grupo formado de investigación universitaria.
Días antes del evento, yo pensaba en cómo orientar el mensaje que quería transmitir. El ordenador, en blanco inmaculado, me devolvía mi inquietud a modo de pregunta. ¿Por qué soy científico?

Esta misma cuestión se la pregunta Alberto Sicilia en su blog y la contesta con una aseveración que a mí me parece lúcida y atrevida: “Yo soy científico porque creo que la ciencia es una de las mayores aventuras en las que se ha embarcado la humanidad”. La ciencia como aventura, como pasión por conocer, por explicar… La ciencia como llave para entender el mundo y la realidad. Ciertamente, esta seducción está en el inicio de las vocaciones científicas, y parte de ella me alimenta en el día a día.

La ciencia es el desafío constante de ir más allá en lo que conocemos (la pregunta kantiana del qué puedo conocer). Pero yo, a estas alturas de la película, cuando me pregunto por mi vocación de hacer ciencia y tecnología, lo que me respondo en silencio tiene que ver con Gabriel Celaya, quien por cierto era ingeniero. La ciencia es un arma cargada de futuro.

Yo soy científico porque he encontrado un modo de hacer ciencia que me encanta, es más, me enamora. Tiene lo de aventura y pasión, pero sobre todo tiene el sueño de hacer un mundo más equitativo y mejor para todos. Tiene la inquietud de aprender cosas nuevas, de ser fiel al rigor del método, de encontrar verdades en el mundo de la química y de la ingeniería. Pero también tiene el sabor del compromiso con la justicia, saber que se pone al servicio de todos, especialmente de los que lo pasan mal. Porque hay saberes y sabores.

Cuando hablaba a los estudiantes que se acercaban por vez primera a la investigación, me di cuenta de que no podía animarlos a empezar en esto por ser una posible salida profesional. Si lo vais a hacer por dinero, por estatus o porque no tenéis otra opción, pensadlo muy bien, les advertía. Porque la carrera del investigador ni es fácil ni es especialmente agradecida. Son horas de laboratorio, horas de escritura, horas de pensar y muchas, muchas horas de trabajo. No lo hagáis por el dinero.
  
Mi única verdad en esto es que solo puedo animar a investigar porque se descubra que descubrir engancha, llena, seduce, plenifica. Y da sentido al trabajo el saber que desarrollar ciencia y tecnología puede ser una labor preciosa, quizá una de las mejores formas que tengamos de trabajar por un mundo mejor

Mi única verdad en esto es que dedicarse a la ciencia merece la pena porque existe una vocación que no deja de llamar. Y sé que hay que compartir razones, camino, motivos. Sé que hay que compartir ganas, inquietud, dudas y sorpresas. También las certezas y perplejidades, que hay gente cercana que sabe de todo esto. De vivir y hacer vivir un modo distinto, fecundo, de hacer ciencia.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Cuidadanía



Una de las aventuras más bonitas que he tenido en la vida fue mi paso por el Equipo Permanente de la Juventud Estudiante Católica. Quizá mi primera experiencia laboral no estuviera vinculada al mundo de la ingeniería ni de la investigación, pero los tres años que pasé en Madrid, al cargo de la JEC y de su dimensión estatal, fueron de lo más productivos, fecundos e iluminadores. 
Otro día os hablaré de ellos.

Esta mañana vino a mi memoria una conversación en el Paseo del Prado. El entonces presidente de la JOC Pedro Lara me hablaba de la idea de la cuidadanía, una provocación al statu quo capitalista y neoliberal que venía de la mano de sindicatos y organizaciones altermundistas. Si os digo la verdad, no recuerdo mucho de lo que entonces, hace cinco años, me explicó Pedro, más allá del juego de palabras. 

En Google, hoy, cuidadanía devuelve más de 300.000 entradas.

Mi amigo Pepe Moreno es bastante ágil para descubrir sutiles detalles de la realidad que hacen que las cosas se vean con otros ojos. Será por su trabajo de cura y su labor de predicar todos los domingos en la línea de la transformación de mundo. El caso es que de él aprendí cómo hay estructuras que nos arman desde dentro, arquitecturas sociales que, si bien no definen, sí condicionan y marcan tendencias a la hora de establecerse las relaciones entre las personas. Es el caso de los pisos, que cada vez hacen más pequeños, donde las habitaciones “para invitados” son lujos inalcanzables o donde las cocinas, hasta hace bien poco, eran pequeños laboratorios casi uni(m)personales. Las casas se hacen y se compran con un modelo de familia que cada día es más reducido, donde no hay espacio (ni siquiera físico) para nadie más allá de los padres y los hijos. Los abuelos, los amigos, esa otra familia, queda fuera de lo que los maestros del ladrillo pensaron para nosotros. Y es que, como decía aquél, las visitas y el pescado, a los tres días hieden. 

Iba yo contando esta idea a mi padre cuando me hizo ver el error. Ellos vivieron durante varios años en lo que era una casa de vecinos, compartiendo patio, en una calle de Badajoz. Desde el pueblo, la familia de mi padre se mudó a una pieza rectangular que dividieron en tres partes con cortinajes y puertecitas: una para la sala de estar, otra para la cocina y otra para la habitación del matrimonio. Y aun había sitio, en una de las divisiones, para que los nietos compartiesen noche con sus abuelos, en las temporadas en que éstos visitaban a sus hijos. Así que de arquitecturas sociales y de estructuras tendenciosas nanai, me dijo mi padre. Que menos espacio teníamos nosotros y allí andaban los viejos, porque eran queridos.
 
La cuidadanía recupera la persona y las interrelaciones para ponerlo todo en el centro. Plantea un modelo de organización de la sociedad en la que el protagonismo activo de los ciudadanos se asienta en esa convicción profunda de solidaridad interpersonal, cuidar como modo de ser. Es cierto que puede tener muchas imperfecciones y dejar fuera muchos aspectos cruciales para entender el funcionamiento de la ciudad. No obstante, me maravilla que hoy, cuando todos andan buscando soluciones a la crisis, modelos alternativos al capitalismo y al sistema, huidas hacia adelante o rupturas profundas con lo anterior, haya quien sondee en lo más auténtico de las personas un criterio de ser ciudadano. Un criterio que, por cierto, algunos hemos mamado desde pequeños.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Silbando


En casa no creemos en los roles de género. Encasillar a las personas en esos estrechos corsés culturales no hace más que mellar la autoestima de las gentes, desconcertar desde niños y, sin duda, apuntalar prejuicios que han causado tanto mal en la historia. No, en casa no creemos en los roles de género. Por eso, la cocina no es territorio exclusivo de Angelines, mi cara mitad, y mi pasta con tomate no envida en nada a su carrillada en salsa de Oporto... Por eso, el coche que ella compró es tarea suya alguna vez. Y por eso también, ahora que lo conduzco con más frecuencia, echo en falta la radio que hace tanto tiempo me dijo que arreglaría. Total, que no creemos en los roles de género, pero nuestra falta de fe arrastra un silencio en carretera que se agradece, se sufre o se teme a partes iguales. O no tan iguales. Y todo por la igualdad.

Como ahora no tengo radio, en el coche muchas veces me amenizo con música propia. Si el camino es largo, incluso canto en la intimidad de la autovía, donde el zumbido del motor me hace los coros y donde el público pasa rápido por la ventanilla. Eso en las horas pesadas de los viajes, en los trayectos cortos, como los diarios, no me da tiempo a entonar como Dios manda. Entonces silbo.

Ya sabéis que me encanta la palabra. La escrita, la dicha, la pensada o la sugerida. Me fascina la forma que toman las ideas cuando se verbalizan y cuando se comparten, y creo que la palabra, como expresión de pensamiento, es el vehículo para la generación de ideas, cultura y progreso. Sin embargo, y sin menoscabo de la fuerza del verbo, a veces me sorprendo recreándome en canciones conocidas, estribillos sencillos que tarareo o silbo y que me evocan la reflexión, me sosiegan y me invitan solo a deleitarme y gozar de lo que pasa. Como hoy, a la salida de la universidad, que salí silbando, en una celebración callada y personal de cosas que les pasan a mis amigos.

Hoy celebré en el coche, todo el camino, sin pensar demasiado con la cabeza y dándole vueltas en el corazón y en las tripas (la alegría a veces se te agarra a las vísceras) la esperanza que nace en las personas que no se rinden, los buscadores que creen que se pueden encontrar compañeros que construyan proyecto juntos. Esos que se hacen protagonistas y actores de su existencia para aceptar el reto propio de la vida, el que tiene que ver con la plenitud en el amor, con compartir camino abierto a otros y con no perderse nada.

Celebro en el silbo recurrente aquellas historias de ilusión que arrancan cada día para demostrar que el que busca encuentra, y al que llama se le abre. Me socava la certeza de compartir el entusiasmo de tantos buscadores de perlas que encuentran tesoros en campos nuevos, y hoy se afanan por venderlo todo y no dejar escapar la riqueza que han descubierto.

Hoy estoy feliz por aquellos que van desbrozando decididamente senderos que antes estaban ocultos en malezas antiguas. Estoy feliz porque me siento acompañado y me siento acompañar en esa tarea ardua que es hacerse cargo de uno mismo, puliendo aristas, abriendo caminos. Hoy siento la luz de la felicidad próxima, que se hace internamente propia. Una luz que brota, no me cabe duda, para encender otras hogueras de malezas que todavía hay que arrancar.

Vine a casa silbando perplejo, porque cada día tengo más motivos para la esperanza. Porque las personas que me rodean son signos vivos de ello. Y como de palabra va esta entrada bien servida, dejadme que comparta con vosotros la canción que revoloteaba, persistente, ilusionante, dentro de mi Seat Ibiza.




Enhorabuena a todos aquellos que, sabiéndose en camino, paladean lo auténtico de cada paso y lo comparten conmigo. Quizá esta sea una de las formas más bellas de solidaridad.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Vuelta al cole


Septiembre vino cuajado de esperanzas en lo que vuelve a empezar. Recuerdo con cariño los primeros días de actividad escolar repletos de cosas por hacer. Los libros eran nuevos, porque soy el hermano mayor, recién forrados, sin tachadura ni borrón, tan solo con mi nombre membreteado por mi madre en la primera página (lo único a boli que contenía el texto). Algunos años estrenaba estuche, o cartera, o lápices y gomas. Y todos los cursos, septiembre era el mes de los rencuentros y saludos, volver sabiendo que los meses de estío eran pocos para diluir amistades infantiles, pero eternos en ese correr del tiempo, lento y denso, que perciben los niños.

Hoy septiembre también es un mes de vuelta al cole, a la universidad. Bien es cierto que este trabajo pocas veces te da la tregua de la total desconexión, no pasan los agostos sin trabajar al menos un poco, sin ultimar cosillas o rematar los flecos del curso anterior. Pero volver al laboratorio, al despacho, a las aulas, implica de alguna manera volver a pensar lo que hago y volver a situarme en medio del campus. Mirarme a fondo, al tiempo que planifico las clases o la investigación; medirme y pesarme en mi vocación de científico y de docente, y contemplar en el interior esa llamada que surge cada vez que me pongo a tiro: regresar a la fuente, sentir que lo que hago es lo que quiero, y de la manera en que le da sentido. Pienso en las palabras del Apocalipsis: volver al amor primero. 

Mi amor primero por la universidad sabe de gentes. Sabe de cuidar al que llega, de despedir al que marcha. Sabe de integrar al alejado y de atraer al que ronda, sin atreverse a golpear la puerta. Sabe de construir espacios de cuidado y ternura para todos, de gestar confianza y articular alianzas. Sabe de intentar lo posible, cuando todos dicen que es imposible. Sabe de vivir con otros lo comunitario del servicio, y de pensar en los otros que son más otros: los alumnos.

Mi amor primero por la ciencia me hace creer que es un poderoso instrumento de cambio y de justicia, que se puede situar del lado de los débiles y resolver conflictos y problemas que hacen sufrir a las personas. Me hace soñar con modos distintos de enfrentar los desafíos del agua, esos que aparecen cuando ella desaparece para los hombres y mujeres del mundo. Me lleva a caminar por los senderos de la colaboración, del equipo y del compartir para ser mejores.

Por todo ello, hoy tengo la mirada puesta en lo que traíamos entre manos el curso pasado, en la innovación docente, en la cooperación para el desarrollo, en la ética del profesor y en la deontología. Tengo la mirada puesta en los proyectos fin de carrera que dirigiré este curso, con alumnos de Ingeniería Química que se acercan por primera vez a la investigación universitaria. Miro con ilusión el trabajo en las asignaturas en las que intentaré desarrollar no solo esas destrezas profesionales, sino también las ciudadanas, que son profundamente universitarias.

Siento que todavía, un año más, la sorpresa y la perplejidad acampan entre las aulas, y hoy todo vuelve a empezar. 

Feliz curso 2012/13