sábado, 26 de mayo de 2012

Vota Juan Rodríguez


Los tiempos tumultuosos de manifestaciones, huelgas y protestas suelen ser buenos para las líricas del pueblo. Más allá de la identificación con el movimiento, uno no deja de asombrarse y sorprenderse del retorno cultural que emerge entre las pancartas y los lemas coreados. Últimamente, el 15M me da muchas alegrías, entre otras saber que la gente, las cabezas de las gentes, están más activas que nunca.

Ayer leía en una foto que circula por internet que “El maestro luchando también está enseñando”, con el soniquete conocido de las proclamas reivindicativas. Y el martes, día de concentraciones en la Universidad, los alumnos llevaron carteles donde se reproducían las portadas de la Fundación, de Isaac Asimov, y de 1984, de Orwell. Sí, los alumnos, esos de los que dicen los viejos que ya no saben hacer la O con un canuto, porque se ha perdido nivel, respeto, valores…  

El año pasado, por estas fechas, la Estación de Sol se llenaba de mensajes que citaban a Foucault, a Sartre, a Benedetti o a Sampedro. Curiosos los perroflautas que saben leer, escribir, y encima se les entiende…
Hoy me detengo en esas sentencias que encierran poesía, las propias quizá de tiempos que pasaron, pero que empiezan a aflorar en medio de un mundo en cambio. Y quiero compartir con vosotros la pintada que está en frente de mi casa, en un antiguo secadero agrícola. En mi presentación lo decía: vivo en un pueblo que a duras penas supera el cuarto de centenar de personas, lo que son cinco calles trazadas con tiralíneas, como se hacían en el Plan Badajoz a mediados del siglo pasado.  Es una comunidad pequeña, donde todos se conocen porque muchos son los primeros que llegaron, con sus bártulos, a recibir el cacho de tierra, la yunta de bueyes y la casa pequeña que les prometió el Gobierno. Vinieron desde los pueblos cercanos: Olivenza, Valverde… y a ellos vuelven con cierta frecuencia, algunos de ellos definitivamente, porque nunca dejaron de ser emigrantes que huían de la pobreza y buscaban oportunidades. Y ahora, la oportunidad está en las ciudades más grandes.

Pues bien, en ese secadero en ruinas aparece un graffiti antiguo, muy descolorido, pero perfectamente visible: Vota Juan Rodríguez. Yo no sé quién será el señor al que hace referencia, ni por qué ni a qué cargo había que votarle. No sé cuáles serían las elecciones, ni su importancia, que hizo que alguien consignase en el muro del secadero de la calle San Andrés semejante mensaje.
Pero en el contexto en el que se dio, de primeras elecciones, de pueblo pequeño y de gente sencilla, el tal Juan Rodríguez me recuerda un tiempo diferente al que hemos vivido hasta ahora. Me sugiere el momento histórico en el que España supo que podía decidir, que la ciudadanía volvía a ser importante y que la gente tenía que apostar por construir, siquiera desde el voto, el Estado y el País que queríamos. Ese tiempo en que cada cual arrastraba y arrostraba la utopía, encerrada en nuevos eslóganes que nunca soñamos pudieran volver a ver la luz sonora de lo comunitario. Un período en el que hasta el desecho muro de un antiguo secadero podía ser vocero de nuestros ideales, y hasta los pocos habitantes de un pueblo extremeño eran ciudadanos que estaban también en el proyecto político compartido: el de la democracia.

Ojalá el revulsivo de la crisis, la carencia, los recortes y la indignación traiga al menos esa iniciativa propia de los que quieren seguir adelante, superando los obstáculos y las dificultades. Ojalá la regeneración de lo político esté cerca, y recuperemos entre todos nuestra responsabilidad en lo comunitario y lo colectivo. Lo que es de todos.

sábado, 19 de mayo de 2012

Contando cuentos


Hace unos años leía en algún sitio que las personas tenemos estructura narratológica. Uno se queda mirando esa esdrújula tan extraña, la lee por delante, por detrás, descubre sus raíces, medita… y al final, entiende que no entiende mucho. Na-rra-to-ló-gi-ca, es decir, que la estructura personal (que ya es un concepto difícil) funciona según esquemas de narración. Ahí lo tienes…

Luego va pasando el tiempo, y lo que parecía tan complejo se vuelve más fácil; incluso encuentras  los ejemplos que hacen que la teoría se haga sencilla. Le oí decir a Saramago que uno no es ni su oficio (soy ingeniero), ni su parentesco (la mujer de, el marido de), ni siquiera su propio nombre. Uno es lo que trasciende a todo eso, lo que lo engloba, integra, unifica y presenta. Uno es su historia.

Luego también me enseñaron que Ortega defendía que la historia y la cultura es para los hombres y mujeres como la naturaleza para los animales. Y finalmente, en alguna misa, oí la lectura del Deuteronomio: “Mi padre era un arameo errante. Bajó de Egipto y se estableció en allí como extranjero con poca gente…. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte…” 

En el fondo, todos dicen lo mismo: lo que verdaderamente nos importa en la vida, la pregunta fundamental de las existencias se contesta con lo que nos sucede. Narramos nuestra experiencia, nuestra historia, para explicar lo que somos, en lo que creemos o cómo vemos la realidad. El relato, la narración, el cuento, son las herramientas humanas más propias para explicar lo que somos, lo que nos sucede y dónde nos movemos, la realidad.

Por eso, las respuestas humanas a las preguntas últimas siempre se han respondido con cuentos. Cuando los griegos se sorprendían ante la realidad y necesitaban la explicación mítica, la narración de los dioses y de los tiempos primeros era la vía poética para entender lo que pasa. Bien es cierto que, al contrario de lo que mucha gente piensa, estos relatos eran metafóricos, una forma  concreta de explicitar lo abstracto; pero ellos no podían hacerlo de otro modo, y así, las respuestas ansiadas llegaban, de alguna manera, al entendimiento de las personas.

Hoy también contamos cuentos. Los antropólogos sociales, que de esto saben mucho, lo dicen con cierta continuidad: los europeos no somos diferentes a las tribus subsaharianas en lo que toca a creencias y a mitos, por mucho que nos empeñemos. ¿Dónde está escrito el valor supremo de la vida, a pesar del sufrimiento o del dolor? ¿Por qué no se nos ocurre cuestionar la competitividad como modo de obtener los mejores rendimientos? ¿Quién ha dicho que el único modo de triunfar es el mayor beneficio a menor coste/riesgo?
Ésos son algunos de los cuentos que nos cuentan para interpretar la realidad, para que no haya pensamiento disonante ni alternativa a lo establecido. Esta es la religión que se nos enseña cada día, al encender la tele, al leer los periódicos o al integrar los valores que nos transmite gran parte del cine actual.

Por eso debemos construir otros relatos, contar otros cuentos que legitimen y soporten otros mundos posibles. Debemos contar el cuento de la igualdad, de manera que se caiga el mito de que unas personas valen más que otras. Debemos contar el cuento de lo colectivo, de que lo de todos es mejor que lo mío para que lo mío sea mejor. Debemos contar el cuento de lo verdadero y lo bueno, más allá de lo que convenga a cada cual en cada momento. 

Yo conozco  cuentistas de la esperanza que hoy se sientan en las plazas, narradores de voz en off que trabajan en lo oscuro de las trastiendas políticas, poetas que observan en silencio lo que duele y garabatean versos de posibilidad. ¿Qué rima con Renta Básica, Banca Ética, Tecnología Apropiada, Educación Universal, Derechos Humanos?

Construir esos relatos será lo único que rompa las historias aprendidas. Y ésa será la Historia.

martes, 15 de mayo de 2012

La plaza


Está de moda eso de sentarse en las plazas a soñar un mundo diferente. Lo vemos en los periódicos todos los días, la gente lo comenta en la radio, incluso vemos imágenes en la televisión de jóvenes que se sientan y protestan de ese modo tan peculiar, tan nuevo y tan imaginativo de la resistencia pacífica. Se sientan y hablan, a veces cantan, a veces gritan… y no sé por qué me llega una ilusión esperanzada de que las cosas pueden ir a mejor. Pero sólo es una ilusión… estos chicos deberían organizarse de otro modo.

Nuestra sociedad tiene normativas y modos de funcionar que capacitan a cualquier ciudadano para presentar sus propuestas ante los foros adecuados. Todos podemos llegar a nuestros representantes, más ahora que se muestran accesibles a través del correo, y participarles de lo que queremos cambiar, de las cosas con las que no estamos de acuerdo; incluso podríamos hacerles ver perspectivas que ellos no tienen por su posición, lejana y quizá distante. Pero es necesaria organización…

Hoy estuve paseando entre ellos, con ese ambiente que se respira… la juventud destila fuerza y ganas, pero también relajación, permisividad, contraculturalidad… ¿es necesaria esa estética transgresora? ¿no hay entre ellos nadie “normal”? ¿por qué lo sucio, los pelos, las ropas, los humos…? Personalmente creo que podría firmar muchas de sus propuestas, pero no me siento integrado en su movimiento. Y creo que es excluyente, porque, por más que repiten sus himnos y sus propuestas, yo no veo más que una serie utópica de reivindicaciones que poco tienen de realistas. El mundo es como es ahora mismo ¡no queráis cambiarlo tan rápido!

Las alternativas de sociedad son necesarias, pero no concibo que de esos foros salgan verdaderas acciones transformadoras. ¿Cuánto durará este movimiento? ¿A dónde nos llevará? ¿Cómo explicitarán en políticas concretas esas peticiones tan fuera de la realidad? Dicen que quien no es revolucionario a los veinte, no tiene corazón; quien lo sigue siendo a los cuarenta, no tiene cabeza. Yo ya estoy más cerca de los cuarenta que de los veinte, pero me gustaría que algunas de las cosas que piden se hicieran realidad, si no para mí, sí para mis hijos. Pero no estoy para sentarme en las plazas y debatir, discutir, estudiar o alzar cantos.

Siempre hay quien dice que las cosas no cambiarán, que nada de estos movimientos pasa al futuro, que se quedan como fogonazos en la historia, como pasó en Francia en el 68. Posiblemente sea así de nuevo esta vez, y sus proclamas se queden en felices pensamientos de otro mundo posible. No obstante, no niego que me impresionan los jóvenes, que de alguna manera disculpo su aspecto estrafalario, las grandes incomodidades que causan a los comerciantes de la zona o los costes tan enormes que acarrean a la hacienda pública, porque movilizar tanta policía en estos tiempos seguro que vale un pico. Y me sorprende muchísimo… A mí me gustaría que mi hijo viviese en un mundo como el que ellos anuncian, donde los valores que defienden se hicieran realidad. Pero el mundo no es así, ni creo que lo sea nunca. Por eso, hoy día, la utopía se convierte en irresponsabilidad: ¿cómo que declararse insumiso? ¿cómo que renuncian a la violencia? Si mañana hay una guerra y no vamos nadie, ganarían los rusos.

Soñar un mundo como el que quieren estos jóvenes es bonito, pero irreal. Siempre ha habido “mili”, y eso será por algo, ¿no?

 Posible entrada del diario de un español a mediados de los ochenta, 
al digerir las escenas de la flor y el fusil 
y asistir atónito a las primeras insumisiones.


  
A raíz de la Guerra de Vietnam, en Estados Unidos tomó forma un movimiento social que pretendía un nuevo mundo pacificado, donde algunas de las reivindicaciones eran tan descabelladas como la abolición del servicio militar obligatorio. En España, bastantes años después, el movimiento pacifista cuajó y adoptó rostros transgresores y contraculturales: los insumisos. Muchos de ellos acabaron en la cárcel, y la sociedad española no estaba preparada para una alternativa tan humana y tan de derecho y recibo. Sin embargo, hoy mis padres y los padres de muchos treintañeros han visto cómo sus hijos estudiaron y trabajaron, prosperaron y no tuvieron que hacer el Servicio Militar Obligatorio gracias a la lucha cercana de unos cuantos hippies.

A todos los perroflautas que acampan, y a todos los que no lo hacen, ni parecen perroflautas.
A todos los que siguen creyendo que el mundo no está acabado y son capaces de ver el horizonte: Gracias. 

Porque el mañana está en vuestras cabezas y en vuestros corazones.

viernes, 11 de mayo de 2012

El derecho al delirio

Uno de los libros más audaces y recomendables en los tiempos que corren es el Patas Arriba, de Eduardo Galeano. No sé, para ser sinceros, si en el acerbo de su ideología se encuentra previamente el concepto en el que hoy me detengo. Yo lo descubrí hace ya varios años, más de los que quisiera y menos de los necesarios, y cada día que pasa me doy cuenta de la urgencia de reivindicar el derecho al delirio.

Delirio como ensoñación utópica, quizá ilusa, quizá falta de realidad. Delirio como mirada lejana, con amplitud y con hondura; ojos fijos en el horizonte y frente alta, llena de pájaros que vuelan todavía más alto y más lejos. Delirio como acción, delirio agente de cambio y delirio, al fin, como sentido interno de la transformación que nos puede devolver la humanidad.

El derecho de Galeano es el derecho a un mundo nuevo, derecho re-hecho para cuando el mundo esté al derecho. Delirio de justicia, gratuidad y virtud; pérdida de lucidez capitalista para ganar luces personales y vitales. Ese delirio me pertenece, y lo traigo y lo llevo encima, porque lo veo cada día como algo más que un ensueño.
 
Y ahora que vibran las voces del aniversario del 15M, yo veo el delirio de una nueva ciudadanía, activa, participativa, atrevida y militante. La gente de siempre, la que siempre sorprende, sale a las calles y toma el espacio público, una metáfora preciosa de la necesidad apremiante de recuperar lo colectivo, lo que es de todos. El 12M es el germen y a la vez el fermento de un futuro que es ya presente: el de los que claman por que se instaure el sentido común y de justicia en nuestros modos de convivencia.

Lo que voy descubriendo en medio de tanta desvergüenza y sinrazón es que la utopía anida en lugares insospechados, crece en medio de la mala hierba (la cizaña evangélica) y se instala a pesar de todo. Por eso, tengo derecho a compartir el delirio de una política puesta al servicio de todos, y especialmente de los que van a la cola de la historia, acaso rendidos al borde de los caminos. Para mí, los más locos de todos éstos son los que luchan desde formaciones pequeñas y vocacionadas exclusivamente al servicio de otros, como el Partido por un Mundo Más Justo (M+J), que sueña con superar la ideología y sustituirla por fraternidad y justicia. Y es delirante porque en todas las elecciones sacamos más votos que los propios y cercanos; los corazones de las gentes se acercan y se manifiestan pidiendo cambios.

También están aquellos y aquellas que creen que no todo está perdido, y militan con alegría y muchas decepciones en los partidos habituales; o colaboran con ellos, sin perder su independencia. De éstos conozco varios que transmiten esperanza en los políticos, porque ellos ejercen como tales y procuran situar el bien de todos por encima de sus intereses. Concejales, Directores Generales, Secretarios y Viceloquesea, el cargo les queda pequeño porque lo grande es su trabajo y su esfuerzo.

Y como los circos malos, esos humanos extraños que quieren que las cosas mejoren desde la calle, desde las ONGs, desde lo colectivo... repiten en otras iniciativas que pretenden, persiguen, promueven y proponen el cambio de lo que anda oliendo mal en torno a nosotros. Por eso surgen voces como las del Proyecto FIARE, banca de economía alternativa, solidaria y justa, que recoge lo mejor de la tradición cristiana de las Cajas de Misericordia y concibe la economía como algo viable para el hombre que no es lobo.

Somos muchos los que creemos estar locos, porque nuestra mente viaja más rápido que nuestras manos y vemos ya los signos de que todo tiene que cambiar. El consumo, la tecnología, la educación, los votos, los dineros, las acciones, la ecología, la religión, etc. Son delirios a los que tenemos derecho para caminar. Los iré trayendo poco a poco a este espacio que no deja de ser algo quimérico. Es el desvarío de pretender que la esperanza se contagia, que lo posible es real, que ya está aquí la utopía. Que solo tenemos que abrir la puerta, porque hay voceros que la anuncian. A ellos, portadores de buenas nuevas, les debo mi vida.

viernes, 4 de mayo de 2012

Lo increíble


 A veces el cine nos regala momentos que condensan lo más bonito de la vida. Es el caso de la película de animación “Up”. Advierto que esta entrada puede reventar parte de la sorpresa y el encanto del film, pero no me resisto a traerla aquí para hablar de lo que yo quiero.

La peli tiene quince minutos iniciales que para mí son de lo mejor que he visto. No es que yo sea un experto cinéfilo, pero me apoyo en las opiniones de otros; Javier Bardem las calificó como “síntesis de la mejor historia del cine”. Yo solo veo que lo profundo de la vida emerge entre colores, con toda su viveza. En esos primeros momentos se nos regala la historia de una pareja desde su principio en la niñez inocente hasta que ella parte en la vejez compartida. Y él, en la casa que hicieron juntos, descubre la antigua libreta donde apuntaban sus sueños, sus esperanzas y sus ansias de libertad, proyectadas en viajes y aventuras como las que leían cuando eran adolescentes.
La vida no permitió a esta pareja materializar los viajes. Por un motivo o por otro, nunca pisaron África juntos, ni se internaron en selvas misteriosas, ni descubrieron cataratas escondidas… Su camino fue más pausado, más silencioso, como encargados de un zoo, vendiendo globos de helio a los niños visitantes. Sin embargo, la última hoja del cuaderno se desliza, pocos segundos antes de que la peli acabe, y deja ver las últimas palabras de la mujer: Gracias por la aventura.
 
Hoy quiero recuperar esa imagen de gratitud y de alegría, y sobre todo de profundidad y humano sentimiento. La historia me cuenta algo y me confirma lo que cada día voy experimentando poco a poco, con la intensidad creciente del niño que arranca el papel de un regalo envuelto, la mañana fría de Reyes.

Conozco muchas personas, muchos amigos y muchas gentes que han compartido conmigo algún momento de sus vidas y ahora se encuentran lejos. Las redes sociales nos devuelven con cierta frecuencia las noticias remotas de quienes están experimentando el sueño de los viajes, de lo exótico, de lo extraordinario. Algunos me escriben desde paraísos sugerentes  con nombres difíciles y dorados: Dubai, París, India, China…. Viven lo increíble: conocer gente de otras culturas, compartir experiencias, enfilar la punta de lanza de su éxito profesional… Y lo viven contentos, felices, completos y entusiasmados. Y yo me alegro profundamente por ellos.
 
También yo tengo lo increíble, que voy descubriendo y que cada vez se me muestra con mayor claridad. Tengo lo increíble de vivir en un pueblito pequeño, donde la lluvia, cuando cae, lo hace en el patio de mi casa. Una casa de paredes gruesas y 50 años a sus espaldas. Tengo lo increíble de encender la chimenea con Angelines, mi compañera y mi amiga, que pronto traerá de la mano a Pablo, nuestro futuro común. Tengo lo increíble de mirar en profundidad los procesos de las personas, de amistades cuya edad se cuenta en décadas, de gentes que trabajan contra toda esperanza por que el mundo sea mejor, y ponen sus vidas al servicio de ese sueño.
Lo increíble está ahí, en Badajoz, donde mis padres han ejercido el cuidado y la ternura con grandes y chicos. Lo increíble es la casa que han construido entre los dos, integrando a tantos, a donde mi hermano y yo volvemos para ver pasar el tiempo con ellos; y adonde siguen llegando nombres y rostros. Y hacen increíble el camino y la vida, y me transmiten la certeza sin palabras de que hay pilares inquebrantables que nos soportan a todos.

Hace muchos años me surgió una pregunta que me acompaña desde entonces. ¿Cómo contar lo que vivo, cómo trasladar esa seguridad de que hay elementos internos que hacen que lo exterior se ponga  al servicio de la vida plena, grande y rica? Llevo desde entonces queriendo escribirlo, pero se me resiste, porque siempre me parece poco convincente… Pero claro, ¡es que es increíble!